La falta de fe de su pueblo impide que Jesús haga milagros. No porque los milagros dependan de la fe, sino porque sin fe es imposible comprenderlos y recibirlos. La fe no es una tradición heredada ni una costumbre, sino un encuentro personal con Dios.
Muchas veces, la familiaridad y la rutina nos hacen perder la capacidad de valorar lo que tenemos cerca. Nos cuesta reconocer la presencia de Dios en lo cotidiano, en las personas que nos rodean, en los pequeños signos de su amor. Así como los paisanos de Jesús no supieron ver en él al Mesías, también nosotros corremos el riesgo de encasillar su Palabra y darla por conocida, perdiendo así la capacidad de dejarnos sorprender y transformar.