Este pasaje nos revela una verdad profunda: las fuerzas del mal desvían al hombre de su camino, lo esclavizan y le impiden vivir plenamente su humanidad y su filiación con Dios. El pecado, aunque a veces se disfrace de placer o bienestar, siempre termina siendo antihumano. Sin embargo, desde la muerte y resurrección de Jesús, el demonio ha perdido su poder sobre nosotros. Solo tiene la fuerza que nosotros mismos le concedemos.
Todos necesitamos ser liberados de las “legiones” que nos habitan: orgullo, envidia, ambición, egoísmo, miedo, intolerancia… Y una vez libres, el Señor nos enseña que seguirlo no siempre significa partir, sino también permanecer donde estamos, dando testimonio de su obra en nuestra vida.