Ambas parábolas tienen en común el símbolo de la germinación, el poder de la “vida naciente”. Jesús ve su obra así: el Reino de Dios es como una semilla viva sembrada en un corazón, en una vida, en el mundo. Su crecimiento es lento, imperceptible, pero constante.
El Reino de Dios ya está en medio de nosotros, pero no llega con el estruendo de la propaganda ni con despliegues de poder. No funciona como las grandes empresas del mercado o los medios de comunicación, que buscan maximizar beneficios para unos pocos.
El Reino es la fuerza de Dios actuando en la historia y en la vida de las personas, más allá de las capacidades del evangelizador y de la fragilidad de quienes reciben el mensaje. Aunque se apoya en el ser humano, no depende de él. No podemos creer que el mundo se salvará por nuestras estrategias o esfuerzos. Dios nos muestra que los frutos más inesperados brotan de los medios más pequeños, sin que estos sean proporcionales a nuestra planificación o recursos.