Jesús llora por Jerusalén. No es la única vez que lo hace, porque su misión no es destruir al pueblo, sino reconstruirlo. Su dolor no es solo por el sufrimiento de sus compatriotas, sino por la negativa humana a aceptar la liberación que Dios ofrece.
A pesar de esto, Jesús sabe que el rechazo humano no detendrá el amor salvador de Dios. La historia de la salvación encontrará otros caminos. La paz, entendida como el conjunto de bienes que permiten vivir con dignidad, es una oferta que se puede aceptar o rechazar libremente. Pero de esa decisión depende la plenitud de la vida.
En nuestra historia, Dios se acerca una y otra vez, y muchas veces no hemos sabido reconocer su paso. Dios, en Jesús, prefiere “llorar de impotencia antes que privar al hombre de su libertad” (Stöger). Por eso, necesitamos abrir el corazón para escuchar la Palabra de Dios y también las palabras de nuestros hermanos, especialmente de los más pobres y olvidados. Ellos son oportunidades que Dios nos da para cumplir nuestra misión y ser constructores de paz.