De los diez leprosos curados, solo uno volvió para “dar gloria a Dios”, reconociendo que su curación era una obra de Dios, sin mérito propio. Los otros nueve, judíos, pensaron que ser purificados era un derecho por ser parte del pueblo elegido, y no sintieron la necesidad de agradecer. Volvieron al templo sin comprender que, en Jesús, se habían encontrado con Dios, más allá de las prácticas religiosas.
La salvación está abierta a todos: judíos, samaritanos, gentiles. Pero requiere la humildad de reconocer la propia necesidad ante el don de Dios y la gratitud de corazón. La fe es la capacidad de recibir la presencia de Dios en nuestra vida; el agradecimiento, la respuesta sincera a ese don recibido. Esta gratitud se convierte en misericordia y compasión hacia quienes necesitan ayuda. Así, al vivir esa misericordia, nos convertimos en testigos de Dios para nuestros hermanos.