Tanto el ministerio de Jesús como nuestra vida cristiana se presentan como un campo de batalla en el que debemos tomar posición. No podemos ser meros espectadores en la gran batalla. El mal sigue existiendo y nos obliga a no permanecer neutrales, sino a posicionarnos construyendo cotidianamente el bien, para no dar espacio ni lugar al mal. No basta con no hacer el mal o tratar de evitarlo; el mal se vence con el bien.
La lucha es cotidiana, porque somos frágiles e inestables y podemos volver a caer. Los poderes del mal siempre aspiran a recuperar su antiguo lugar. No debemos dormirnos con una falsa seguridad, creyendo que ya estamos salvados y hemos superado lo que nos ataba. La excesiva confianza en nosotros mismos nos puede hacer imprudentes y descuidados.