La oración atestigua nuestra profunda identidad como hijos necesitados de su Padre, y es por eso que es escuchada. Nuestra oración, que es una petición, no consiste en un regateo mercantil o en el esfuerzo por vencer a Dios. En ella pedimos e invocamos, apelando a una realidad reconocida y a un derecho.
Recordamos a Dios Padre lo que ha realizado por su Hijo amado. Esta es la razón profunda de nuestra certeza y audacia: nos atrevemos a provocar a Dios y confrontarlo con su responsabilidad paterna. Nos arriesgamos a pedirle algo porque Él mismo ha establecido con nosotros vínculos de familiaridad y se ha puesto a nuestro alcance.