Jesús declara bienaventurados a los pobres de espíritu, estableciendo así la base para todas las demás bienaventuranzas. Ser pobre de espíritu es estar abierto a recibir el Reino de Dios como un don. El que es pobre en espíritu comprende que el verdadero alimento no se encuentra en los bienes materiales, el poder o la violencia, sino en la Palabra de Dios, la justicia y el amor.
En contraste, la lamentación por los ricos es igualmente fundamental. El rico que se siente autosuficiente y no utiliza sus riquezas para servir a los demás, encerrándose en su egoísmo, se condena a sí mismo. Jesús presenta así dos caminos claros: el camino de la vida y el camino de la muerte. No existe una tercera opción neutra; quien no se dirige hacia la vida, se encamina hacia la muerte, y quien no sigue la luz, permanece en las tinieblas.