Jesús nos ofrece su Carne y su Sangre, toda su vida, todo lo que Él es, para que sea Él quien habite en nosotros. Cada vez que celebramos la Cena del Señor y nos sentamos con Él en la Mesa que ha preparado, recibimos su vida entregada de un modo misterioso, pero real, como Alimento, para que tengamos vida y para que, en nuestra carne y sangre, sea Él quien continúe entregándose por este mundo, manifestando el amor que Dios nos tiene.
El Reino de Dios es un banquete con lugar para todos los que tienen hambre, y los que quedan fuera son aquellos que se sienten satisfechos. La Iglesia no es un refugio para los escogidos que se atrincheran para “cuidarse y no mancharse”; es una fiesta para los pecadores que saben arrepentirse.