Pedro y los primeros discípulos muestran estas vacilaciones en su más cruda realidad. No son superhombres, sino gente de carne y hueso, con virtudes y flaquezas. La obra de la gracia se realiza en la fragilidad humana. Aquel que es cabeza de la Iglesia no lo es por sus méritos personales, sino porque Dios le confía este servicio, que lo constituye primero entre muchos. Es Dios quien garantiza la firmeza de la Iglesia en la lucha entre el pecado y la gracia, que se da cotidianamente en sus miembros, estructuras y acciones. Pedro, con su propia vida y en su propia muerte, aprendió por dónde pasaba el camino que debía seguir.
La cruz, la vida vivida y asumida con todas sus complejidades y contradicciones, pero vividas desde un amor superador es el camino de redención asumido por Jesús.