Desde el principio, Dios se ha revelado como aquel que ama, que elige libremente y se une con fidelidad a toda la humanidad. El Antiguo Testamento proclama el amor de Dios por su pueblo, mostrando cómo lo eligió, lo salvó, estableció un pacto con él, lo condujo con amor y fue su buen pastor.
El Corazón de Jesús nos lleva al centro de la vida cristiana, a lo esencial de nuestra existencia y de nuestra fe. La vida cristiana, desde el inicio hasta el final, es un misterio de amor. Ser discípulo no es otra cosa que creer en el amor de Dios por nosotros. Aceptar este amor implica responder con amor. El mandato de amarnos unos a otros es una consecuencia lógica del misterio que celebramos. Como afirma San Juan: “Si Dios nos ha amado de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Jamás nadie ha visto a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios vive en nosotros y su amor en nosotros es perfecto”.