La Memoria de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, nos recuerda que la maternidad divina de María se extiende, por voluntad del mismo Jesús, a todos los hombres, así como a la Iglesia.
El Papa Francisco, en 2018, fijó esta memoria en el lunes siguiente a la solemnidad de Pentecostés, el día en que nace la Iglesia. Pero este título no es nuevo. Ya San Juan Pablo II, en 1980, invitó a venerar a María como Madre de la Iglesia; e incluso antes, San Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, al concluir la Tercera Sesión del Concilio Vaticano II, declaró a la Virgen «Madre de la Iglesia». En 1975, la Santa Sede propuso una Misa votiva en honor de la Madre de la Iglesia, pero esta celebración no entró en el calendario litúrgico.
Junto a estas fechas recientes, no podemos olvidar lo mucho que el título de María, Madre de la Iglesia, está presente en la sensibilidad de San Agustín y San León Magno; de Benedicto XV y León XIII. Como hemos dicho, el Papa Francisco, el 11 de febrero de 2018, en el 160° aniversario de la primera aparición de la Virgen en Lourdes, decidió hacer obligatoria esta Memoria.
Del Evangelio según san Juan
Junto a la cruz de Jesús, estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien Él amaba, Jesús le dijo: «Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre». Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa. (Jn 19,25-27).
María al pie de la cruz
María está al pie de la cruz. Ella «estaba de pie»: esto indica presencia, continuidad, la fuerza de estar ahí. A diferencia de los discípulos, María nunca dejó a su Hijo Jesús en el camino de la Cruz. Allí, Jesús confía al discípulo amado a su Madre (y viceversa). María afronta este momento con gran dignidad, no escapa a los acontecimientos de la vida, sino que se mantiene en pie.
Un nuevo «Aquí estoy» para María
María es invitada por su Hijo a decir un nuevo «Aquí estoy», un nuevo «sí», más convencido y más maduro. A través de su «estar al pie de la cruz», madura su experiencia de fe y maternidad, y esto la hace capaz de ir más allá. Desde el principio, el corazón de María estaba lleno de interrogantes: «Se preguntaba qué podía significar ese saludo» (Lc 1,29). Las preguntas también surgieron en presencia de Simeón: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos» (Lc 2,34-35). María y José «estaban admirados por lo que oían decir del Niño» (Lc 2,33).
El «Aquí estoy» de María no es de una vez por todas, sino que crece, madura a través de los acontecimientos de la vida, incluidos los de la Cruz, junto a la que María «está de pie». Aquí, en esta fidelidad lograda, María recibe una nueva misión, una especie de «suplemento» de la maternidad, hasta el punto de convertirse en «Madre de la Iglesia». Madre, porque nos regenera en la gracia para que aprendamos a crecer en la medida de Cristo (Ef 4,7-13).
La vida cristiana anclada en el misterio de la Cruz
La fiesta «nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos», explica el decreto sobre la celebración de esta memoria. Así como María supo estar bajo la Cruz, sin huir de la fatiga, de la incomprensión y del sufrimiento, así también María, Madre, sabrá estar al lado de cada uno de los que su Hijo ha hecho sus hijos. Esto nos lleva a invocarla como «Madre de la Iglesia».
Oración
¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de Él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe está llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.