LLAMADOS AL SERVICIO

Homilía del cardenal Leonardo Sandri, Vicedecano del Colegio de Cardenales,
en la Misa del quinto de los novendiales en sufragio del Papa Francisco
Martes 29 de abril de 2025

Venerables Hermanos Cardenales,
¡Hermanas y Hermanos en el Señor!

1. ¡Cristo ha resucitado! Con mayor emoción dentro de una celebración de sufragio como la Novendiali, cantamos el Aleluya Pascual, aquel canto que resonaba de la voz del diácono «Nuntio vobis gaudium magnum quod est Alleluia», incluso en esta Basílica que momentos antes de la Vigilia había visitado el Santo Padre Francisco. En cierto modo, pensamos inconscientes, se disponía a cruzar otro Mar Rojo, otra noche que la Resurrección de Cristo nos permite llamar bendita, la noche de la que se dice «et nox sicut dies illuminabitur».

Dentro de pocos días, el Cardenal Protodiácono utilizará una fórmula similar, anunciando a la Iglesia y al mundo el gaudium magnum de tener un nuevo Papa: es a partir de la experiencia pascual de Cristo que encuentra sentido el ministerio del Sucesor de Pedro, llamado en todo momento a vivir las palabras que acabamos de escuchar en el Evangelio «Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos». Pedro confirma a sus hermanos en la fe de que el Crucificado es el Resucitado, el Viviente para siempre. La celebración de los Novendiali por el Pontífice difunto constituye un rito de sufragio cristiano: idealmente, también así, el Sucesor de Pedro nos convoca a confirmarnos, precisamente porque renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de la carne, en el perdón de los pecados, incluso los de un hombre que ha llegado a ser Pontífice, y en la renovación de la conciencia de que la unidad de la historia de cada uno está en manos de Dios.

2. Hoy son los Cardenales Padres los llamados a participar en los Novendiali, etapa casi central de este camino eclesial, acurrucándose en oración como Collegium y encomendando al Señor a aquel del que fueron, o al menos intentaron ser, sus primeros colaboradores y consejeros, tanto en la Curia romana como en las diócesis de todo el mundo. Lo ideal, sin embargo, es que cada uno de nosotros, Venerables Hermanos, lleve consigo a las personas para las que y con las que está llamado a vivir su servicio: desde Tonga con las islas del Pacífico hasta las estepas de Mongolia, desde la antigua Persia con Teherán hasta el lugar de donde brotó el anuncio de la salvación, Jerusalén, desde los lugares entonces florecientes de cristianismo y hoy hogar de un pequeño rebaño, en algunos casos marcado por el martirio, como Marruecos y Argelia, por citar sólo algunas coordenadas de la geografía que el Santo Padre ha querido delinear en los últimos años convocando frecuentes consistorios. En todos estos lugares y continentes, así como en esos espacios de conexión que son las sedes de la Secretaría de Estado y de la Curia Romana, como sucesores de los Apóstoles estamos llamados cada día a recordar y vivir con conciencia de que «reinar es servir», como el Maestro y Señor, que está en medio de nosotros como el que sirve.

3. De hecho, uno de los títulos que la tradición atribuye al Obispo de Roma es el de Servus Servorum Dei, amado por San Gregorio Magno desde que era sólo diácono, recuerdo de esta verdad constante: la liturgia nos lo recuerda en los signos externos, cuando en las celebraciones más solemnes llevamos la tunicela bajo la casulla, recuerdo de que debemos permanecer siempre diáconos, es decir, servidores. El Papa Francisco lo ha experimentado, eligiendo diversos lugares de sufrimiento y soledad para realizar el lavatorio de los pies durante la Santa Misa in Coena Domini, pero también arrodillándose y besando los pies de los líderes de Sudán del Sur, implorando el don de la paz, con ese mismo estilo considerado escandaloso por muchos, pero fuertemente evangélico, con el que San Pablo VI, el 4 de diciembre de hace cincuenta años en la Capilla Sixtina, se arrodilló y besó los pies de Melitone, Metropolitano de Calcedonia. La tradición de la Iglesia, queridos hermanos cardenales, nos divide en tres órdenes: obispos, presbíteros y diáconos, pero todos, sin embargo, estamos llamados a servir, dando testimonio del Evangelio usque ad effusionem sanguinis¸ como juramos el día en que fuimos creados cardenales y se significa por la púrpura que vestimos, ofreciéndonos, colegialmente y como individuos, como primeros colaboradores del Sucesor del bienaventurado apóstol Pedro.

4. La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos sitúa a las puertas del Cenáculo de Jerusalén, donde están reunidos judíos de todas las naciones bajo el cielo. Es Pedro quien toma la palabra para justificar lo sucedido: los apóstoles no están ebrios ni hablan de más, al contrario, precisamente porque están impregnados de esa sobria ebrietas del Espíritu, como se llamará más tarde en la literatura patrística, pueden ser comprendidos incluso por pueblos diferentes, cada uno en su propia lengua.

Es significativo que se haya elegido esta lectura en los Novendiali: sin duda se refiere al apóstol Pedro, ya que es su primer discurso, pero el contexto es el del Pentecostés que acaba de tener lugar. La referencia temporal que indica Lucas es «mientras se cumplía el día de Pentecostés». ¿Qué significa este cumplimiento? Se trata de un final y, al mismo tiempo, de una plenitud y, por tanto, de un nuevo comienzo. El evangelista utiliza aquí el mismo verbo que había empleado en el capítulo 9 del Evangelio, cuando después de la transfiguración, al bajar del monte, «mientras se cumplían los días en que iba a ser elevado a lo alto», Jesús endureció su semblante mientras se dirigía a Jerusalén, donde se cumplirían las Escrituras que se referían a él, como recordó más tarde a los discípulos perdidos en el camino de Emaús. Tras la cumbre de la Transfiguración, el camino hacia el cumplimiento de las profecías en la Pascua de Jerusalén; tras la Pascua, la espera del Espíritu en Pentecostés, con la plenitud del don del Espíritu el comienzo de la Iglesia.

Vivimos el paso entre la conclusión de la vida del Sucesor de Pedro, el Papa Francisco, y el cumplimiento de la promesa para que con la nueva efusión del Espíritu la Iglesia de Cristo pueda continuar su camino entre los hombres con un nuevo Pastor. Pero, ¿qué profecía se cumple en Pentecostés? La que la perícopa litúrgica omitió pero que fue tan querida y tan citada por el Papa Francisco, contenida en el capítulo tercero de Joel: «Sobre todos derramaré mi Espíritu; vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos sueños… todo el que invoque el nombre del Señor se salvará». A nuestro querido Santo Padre le gustaba repetirlo para hablar del encuentro y del diálogo entre las generaciones, de la necesidad de que los ancianos cuenten sus sueños a los jóvenes y, al mismo tiempo, que los jóvenes con su energía y su visión sean capaces, con la ayuda de Dios, de traducirlos en realidad. «No hay futuro sin este encuentro entre viejos y jóvenes; no hay crecimiento sin raíces ni florecimiento sin nuevos brotes. Nunca profecía sin memoria, nunca memoria sin profecía; y siempre encuentro». De alguna manera, el Papa Francisco también deja esta palabra al Colegio Cardenalicio, formado por jóvenes y mayores, en el que todos pueden dejarse enseñar por Dios, intuir el sueño que Él tiene para su Iglesia y tratar de realizarlo con juventud y renovado entusiasmo.

5. En la Bula de Indiación del Jubileo, el Papa Francisco indicó una visión, un sueño para el que ya debemos prepararnos y que será confiado al nuevo Pontífice: «este Año Santo orientará el camino hacia otro aniversario fundamental para todos los cristianos: en 2033, en efecto, se celebrarán los dos mil años de la Redención realizada mediante la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Estamos, pues, ante un camino marcado por grandes etapas, en el que la gracia de Dios precede y acompaña al pueblo que camina celoso en la fe, laborioso en la caridad y perseverante en la esperanza (cf. 1 Ts 1, 3). Espiritualmente, todos nos haremos peregrinos por los caminos de Tierra Santa, en Jerusalén, para proclamar al mundo desde el Santo Sepulcro -esperando poder hacerlo con todos los hermanos y hermanas que un solo bautismo ha consagrado-: «¡El Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón!».

Señor, te encomendamos a tu siervo, el Papa Francisco, para que lo colmes ahora de alegría en tu presencia, y te pedimos la gracia de realizar su visión de una Iglesia que proclama el misterio de Cristo, ¡Crucificado y Resucitado! María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, intercede con tus oraciones por quien tan voluntariamente fijó tu mirada amorosa, y ahora descansa en la Basílica a ti dedicada. Así sea.

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