Esta fiesta fue instituida por el Papa Urbano VI en 1389, con el objetivo de poner fin al Gran Cisma mediante la intercesión de la Virgen María. Tiene sus inicios en Bizancio, en la fiesta de la «Deposición en la basílica de Santa María de las Blanquernas de la santa Túnica de la Theotokos”, el 2 de julio, cuando se leía el Evangelio de la visita de María a Isabel. Los franciscanos adoptaron esta fiesta mariana, pero la convirtieron en la Visitación de María, en 1263. Tras la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, la fiesta se fijó el 31 de mayo, al final del mes dedicado a María.
La visita
Tras el anuncio del ángel, la Virgen María acude sin demora a casa de su prima Isabel. Puede haber muchas razones por las que la Virgen María emprendió este viaje: el deseo de ponerse al servicio de su prima Isabel, sabiendo que esperaba un hijo a una edad tardía, así como el deseo de comunicar lo que le había sucedido, sabiendo que entre mujeres «visitadas» por el ángel es más fácil entenderse. En ese apresurarse a ir a casa de Isabel, María se revela como una mujer misionera -al llevar y compartir la alegría del anuncio- y como una mujer caritativa -al ponerse al servicio de su prima anciana-.
Pero nada impide pensar que también existía el «santo deseo» de ir a ver la «señal» que el Ángel le había revelado: «Y he aquí que Isabel, tu pariente, en su vejez también ha concebido un hijo, y éste es el sexto mes para ella, que se decía que era estéril: nada es imposible para Dios» (Lc 1,36-37). Al fin y al cabo, también los pastores fueron deprisa a ver la “señal» que los ángeles les anunciaron en la noche de Navidad: «Esta es la señal para vosotros: encontraréis un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Esto confirma que María no subestima los «signos» que Dios le ofrece.
El encuentro entre dos madres
La escena del Evangelio une las dos «anunciaciones», a Isabel y a María: dos mujeres y dos promesas. Y en cuanto escucha el saludo de María, el bebé en el vientre de Isabel comienza a «saltar de alegría». El Mesías, Jesús, aún no nacido, pero está presente en el vientre de su madre María, y se encuentra con Juan, el precursor, un profeta también presente en el vientre de su madre Isabel; el reconocimiento provoca alegría, exultación y danza, como David ante el arca de la Alianza (cfr. 2 Sam 6,12-15).
De la alabanza al servicio
El Magnificat, el canto de alabanza que narra la inversión de la lógica humana -los últimos se convierten en los primeros-, no se queda en letra muerta, sino que se convierte en vida en el servicio.
Oración
María, madre solícita en la Visitación
enséñanos a escuchar la Palabra,
una escucha que nos hace estremecer y, a toda prisa,
hace que nos dirijamos hacia todas las situaciones de pobreza
donde se necesita la presencia de tu Hijo.
Enséñanos a llevar a Jesús
en silencio y con humildad, como tú lo hiciste.
Que nuestras fraternidades (familias) se hagan presentes
entre los que no lo conocen
para difundir su Evangelio,
dando testimonio de él, no con palabras, sino con la vida;
no anunciándolo, sino viviéndolo.
Enséñanos a viajar con sencillez
como tú hiciste,
con la mirada puesta siempre en Jesús
presente en tu vientre:
contemplándolo, adorándolo e imitándolo.
María, mujer del Magnificat
enséñanos a ser fieles a nuestra misión:
llevar a Jesús a la gente.
Oh amada Madre, esta es tu propia misión,
la primera que Jesús te confió,
y que te has dignado a compartir con nosotros.
Ayúdanos e intercede por nosotros para que podamos hacer
lo que tu hiciste en la casa de Zacarías,
glorificando a Dios y santificando a las personas en Jesús,
¡por Él y para Él! ¡Amén!
(Beato Carlos de Foucauld)