La Conmemoración de los Difuntos es una solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, pues abarca todo el misterio de la existencia humana, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal. Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para «examinarnos sobre el mandamiento de la caridad«. (Cf. CIC n. 1020-1022).
La muerte es sólo una puerta…
En el Nuevo Testamento, san Mateo nos habla del retorno de Cristo en su segunda venida al final de los tiempos (cf. Mt 25, 35-45); pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura la existencia de un encuentro personal con Dios después de la muerte de cada uno, donde se nos preguntará si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe, la esperanza y la caridad. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) nos hablan de la posibilidad de entrar a gozar en el Reino de los cielos o de quedarnos fuera de la fiesta eterna (cf. Mt 25, 46-46).
La conmemoración de hoy nos recuerda esta futura realidad; por eso la Iglesia intercede por nuestras hermanas y hermanos difuntos, rezando por ellos, haciendo sufragios y limosnas, pero sobre todo ofreciendo el mismo sacrificio de Cristo en la Eucaristía, de modo que todos los que aún después de su muerte necesitasen ser purificados de las fragilidades humanas, puedan ser definitivamente admitidos a la visión de Dios.
Cristo venció a la muerte
La muerte física es un hecho natural ineludible. Nuestra propia experiencia directa nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye necesariamente la muerte. En la concepción cristiana, este evento natural nos habla de otro tipo de vida sobrenatural donde no existe la muerte. La voluntad de Dios, del Señor de la vida, es que todos sus hijos e hijas participen en abundancia de su propia vida divina (cf. Jn 10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado (cf. Rm 5,12). Pero Dios no quiere, de ningún modo, que permanezcamos en esa muerte espiritual ,y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí mismo el pecado y la muerte, les ha hecho morir en su misterio pascual (cf. Rm 8,2).
Gracias pues al Amor del Padre y a esa victoria de Jesús (cf. Jn 3,16), la muerte física se ha convertido en un pasaje, en una puerta que nos conduce al encuentro con Dios (cf. Ef 2, 4-7). Nuestro propio temor a la muerte y el dolor que nos sacude cuando muere alguien cercano a nosotros podemos superarlos mediante la fe en la resurrección (1 Tes 4,13). Para nosotros los creyentes, nuestros muertos no están «definitivamente muertos», sino «sólo difuntos», es decir, «duermen el sueño de la paz» mientras esperan que sus cuerpos sean transformados por la resurrección (cf 1 Cor 15,14).
Historia y orígenes de la conmemoración
La pietas y el recuerdo de los difuntos se remonta a los albores de la historia de la humanidad. En la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4), con el evento de la Resurrección de Jesús (cf. Mt 28, 8-15), la memoria y la piedad hacia ellos se enriqueció radicalmente. Ya los primeros cristianos, como se puede ver fácilmente en las catacumbas, esculpían en las tumbas la figura de Lázaro resucitado, como signo de la esperanza de que su pariente amado también volvería a la vida gracias a Cristo (cf. Jn 11, 38-44).
Pero sólo en el siglo IX aparece la conmemoración litúrgica de los difuntos, herencia de la costumbre monástica ya en boga en el siglo VII de consagrar, dentro de los monasterios, un día entero a la oración por los difuntos. La piadosa práctica, sin embargo, ya estaba presente en el rito bizantino que celebraba a los difuntos el sábado anterior al inicio de la cuaresma o en un período entre finales de enero y el mes de febrero.
Más tarde, en el año 809, el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz, colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de la vida divina. Finalmente, en el año 998, a disposición del Abad de Cluny, Odilón di Mercoeur, se fijó la solemnidad para el 2 de noviembre incluyendo un período de preparación de nueve días, conocido como la Novena de los Difuntos, que comienza el 24 de octubre.