Entre las periferias del centro

Cuando Felipe Neri llegó a Roma en 1534, fue como si se encendiese una luz en la oscuridad de la miseria que anidaba entre las glorias del Ara Pacis y los brillantes mármoles de los palacios de la nobleza. El centro de la ciudad mostraba la misma cara sucia que las periferias, y allí Felipe encontró una habitacioncita, en San Jerónimo en vía Julia.

De día, con una sonrisa y el corazón alegre, llevaba a todos los que encontraba el calor de Dios, acompañándolo si podía con un pedazo de pan. Y una caricia en la frente, unas palabras de consuelo a quienes se lamentaban sobre las yacijas del Hospital de los Incurables. De noche, Felipe se perdía en un diálogo tan íntimo con Dios que su habitación hubiese podido ser el atrio de una iglesia.

Siempre con una sonrisa

Esto lo hizo “apasionado anunciador de la Palabra de Dios”, como recuerda el Papa Francisco en su mensaje con motivo del V centenario de su nacimiento. Este fue el secreto que hizo de él un “cincelador de almas”. Su paternidad espiritual, observa el Papa, “se transparenta en todo su obrar, caracterizado por la confianza en las personas, por el rechazo de los tonos hoscos y enfadados, por el espíritu de fiesta y alegría, por la convicción de que la gracia no suprime la naturaleza sino que la sana, fortalece y perfecciona”.

Así lo testimonia su biógrafo: «Una vez se acercaba a este, otra a aquel, y de inmediato todos se hacían amigos suyos»; y el Papa comenta: “Le gustaba la espontaneidad, rechazaba el artificio, elegía los medios más divertidos para educar en las virtudes cristianas, proponiendo al mismo tiempo una sana disciplina que implicaba el ejercicio de la voluntad de acoger a Cristo en lo concreto de la propia vida”.

La hora del Oratorio

Todo ello fascinaba a quienes, conociendo a Felipe, querían imitarle. El “Oratorio” nació así, entre tugurios malolientes perfumados día tras día por una caridad hecha de carne, y no por un proyecto diseñado sobre el papel y realizado desde lo alto como una limosna dada con frialdad.

“Gracias al apostolado de san Felipe –reconoce el Papa Francisco- el compromiso por la salvación de las almas volvió a ser una prioridad en la acción de la Iglesia; se comprendió nuevamente que los pastores debían estar con el pueblo para guiarlo y sostener su fe”.

Y Felipe mismo se convirtió en pastor en 1551, haciéndose sacerdote sin por ello cambiar su estilo de vida. Con el tiempo, en torno a él se forma la primera comunidad, la célula de la futura Congregación del Oratorio, que recibió la aprobación de Gregorio XIII en 1575.

“Estad bajos”

“Hijitos, sed humildes, estad bajos”, repetía el padre Felipe a los suyos, recordándoles que para ser hijos de Dios “no basta solamente honrar a los superiores, sino que se debe honrar a los iguales y a los inferiores, y tratar de ser el primero en honrarlos”.

Y sorprende en un alma tan contemplativa como María de Betania a los pies de Jesús, la similitud con Marta cuando afirma: “Es mejor obedecer al sacristán y al portero cuando llaman que quedarse en la habitación para hacer oración”.

Felipe Neri, el tercer Apóstol de Roma, subió al Cielo en las primeras horas del 26 de  mayo de 1595. El dinamismo de su amor nunca se apagó, y aún parece que repite: “No es tiempo de dormir, porque el Paraíso no se hizo para los vagos”.

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