ACEPTAR NUESTRA FINITUD COMO UN CAMINO QUE NOS CONDUCE A LA ETERNIDAD

El predicador Roberto Pasolini ha resaltado, en la séptima predicación de los ejercicios espirituales a la curia vaticana, de qué manera la modernidad ha generado una ilusión de inmortalidad, alimentada por el progreso y el bienestar, que nos desvía de los límites inherentes a la condición humana

En la séptima meditación de los ejercicios espirituales que la Curia Romana está llevando a cabo por el tiempo de Cuaresma en el Aula Pablo VI —y que el papa Francisco está siguiendo a través de videoconferencia desde el hospital Gemelli—, el predicador de la Casa Pontificia, Roberto Pasolini, ha ofrecido una profunda reflexión sobre el distanciamiento de la sociedad contemporánea respecto al concepto de la muerte. En su discurso, el fraile capuchino ha resaltado de qué manera la modernidad ha generado una ilusión de inmortalidad, alimentada por el progreso y el bienestar, que nos desvía de los límites inherentes a la condición humana.

Pasolini ha destacado que, incluso la Iglesia, en ocasiones, ha caído en la tentación de reducir su mensaje a escalas manejables, perdiendo de vista la magnitud del Reino de Dios. Este alejamiento de lo trascendental se refleja en la incapacidad de vivir serenamente en la espera y la obsesión por la actividad constante, la cual nos mantiene atrapados en una multiplicidad de frentes, dificultando la reflexión sobre lo definitivo. Según el predicador, el miedo a la muerte ha contribuido a esta mentalidad, favoreciendo el desapego y la ilusión de que siempre es posible revertir nuestras decisiones.

El fraile ha subrayado que la sociedad actual ha borrado los rituales y las palabras que antes ayudaban a enfrentar la muerte con sentido y valentía. Hoy, la muerte se ha convertido, en muchos casos, en un espectáculo mediático o en un desafío técnico de la medicina, lo que nos impide comprender el verdadero sentido de la vida y de la esperanza cristiana. Frente a esta tendencia, recordó las palabras de san Francisco de Asís, quien la llamaba «hermana muerte», proponiendo una visión radicalmente diferente: aceptar nuestra finitud como parte de un camino que nos conduce a la eternidad.

Para Pasolini, el pecado surge del mal uso de la libertad, impulsado por un intento de escapar de la fragilidad de la existencia. Sin embargo, el verdadero antídoto para este vacío es el amor, vivido de forma concreta y profunda. Citando a san Juan, recordó que «hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos», y que solo al amar hasta el final podemos aceptar los límites de nuestra vida y transformarlos en una oportunidad para entregarnos por completo.

El mensaje central de la meditación ha sido que Cristo no vino a eliminar la muerte, sino a atravesarla, para mostrarnos que, aunque forma parte de la realidad humana, la muerte puede ser habitada y transfigurada. La encarnación, afirma Pasolini, no es solo una respuesta al pecado, sino un acto radical de amor en el que Dios se involucra en nuestra vida cotidiana. En este sentido, el Evangelio de Marcos revela la paradoja de un Dios que, a través de la cruz, nos muestra que, aunque somos eternos, no somos inmortales.

Finalmente, Pasolini ha instado a reflexionar sobre la advertencia de san Pablo a los gálatas, a quienes exhortó a no regresar a una fe basada en el miedo y la ley, sino en la confianza en el amor gratuito de Dios. Asimismo, recordó el llamamiento de san Juan a discernir los espíritus, entendiendo la Encarnación no como un concepto abstracto, sino como una forma concreta de vivir la realidad. La Encarnación nos invita a mantenernos firmes en la confianza de que, a pesar de las dificultades, nuestra vida es el escenario donde se construye el Reino de Dios.

El fraile ha concluido con una reflexión sobre la vida cristiana como un compromiso diario de renovar nuestra opción por vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, con la certeza de que el amor hasta el extremo, lejos de ser una utopía, ya ha sido ejemplificado por generaciones pasadas y es, por tanto, un camino posible para todos.

«Déjense reconciliar con Dios» (2 Cor. 5,20)

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