ABBA, TU PALABRA ES ANTORCHA PARA MIS PASOS

El alma de Jesús, el hombre venido de Dios, vibraba con el misterio latente en su carne. En un momento decisivo realizó una elección, que lo consagrará: cumplir la voluntad de Dios. Al igual que toda elección humana, también la de él pasó por algunas pruebas, justo luego de haber experimentado las complacencias de su Abba.

Y, Jesús, desde su distintiva serenidad interior, en un debate teológico cara a cara con el confusor, lo vence, al recurrir a la compañera de toda su vida: la divina Palabra, con el esmero de quien trata aquello que ama. Jesús ha vencido y seguirá venciendo durante toda su vida. Habiendo él pasado semejante prueba, puede ayudar a los que la están pasando. Él es en todo igual a los hombres excepto en el pecado.

Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Pero él le contestó: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo, y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”». De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré si te postras y me adoras. Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás, y solo a él darás culto”». Entonces lo dejó el diablo. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y lo servían .

(Mateo 4,1-11)

Abba, brillaba la luna iluminando mis pasos, cuando el Espíritu me empujó al desierto. Al final de los cuarenta días y cuarenta noches de una permanencia preciosa, en unión íntima contigo, me quedé con la mirada fija en la primorosa sublimidad de tu rostro. Y fui habitado por el anhelo de prepararme para mi ministerio público, descubriéndome decidido a cumplir tu voluntad. Me sentí, Abba, profundamente agradecido. Nos hablamos de corazón a corazón.

Cuando el sol comenzaba a regalarnos sus primeros rayos, sentí hambre, Abba. Era tal mi debilidad que apenas podía tenerme en pie. Sin embargo, al mismo tiempo me sentí débil y fuerte. Una voz en mi interior me decía que tu Palabra es luz, que desvela nuestros secretos interiores, confrontándonos con la verdad.

En un brevísimo instante, el adversario, experto en calumniar, Abba se acercó para probarme. Él me habló como en un susurro, determinado a hacerme caer, diciéndome que, si era el Hijo de Dios, dijera que esas piedras se conviertan en panes.

En medio de tales tinieblas, Abba, me abandoné al misterio de tu amor. Mis papás solían repetir que nada hay más noble en la vida que un sublime recuerdo. Y mi corazón latió con uno de ellos. Se trata de mi santa madre, quien, al despuntar de un día luminoso, transportada por la fuerza del Espíritu, con amorosa solicitud contemplativa saboreaba el misterio de tu Palabra. Siempre parecía que su alma estaba en oración. Ella fundió sus ojos con los míos, haciéndome saber que tu Palabra tenía un nombre. Esto lo debió experimentar con gran fuerza, al extremo de saberse hija de su Hijo.

Abba, no quiero otra cosa que ser fiel a la misión que me confías, y buscar la ayuda en tu Palabra, que tiene el poder de dar vida a quien la observa con fidelidad. En la gratuidad de tu amor que me afirma y me sostiene y nos une desde siempre y para siempre, rechacé al confusor, asegurándole que no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de tu boca, Abba.

Fiel a mi vocación lo puse en su sitio. Él no aceptó la derrota, Abba. Me sometió de nuevo conduciéndome a Jerusalén. En el alero del Templo, echó mano de tu Palabra, enfrentándome con mi identidad, al decirme que, si era el Hijo de Dios, me tirara, porque está escrito que a tus ángeles encomendarías para que no tropezara mi pie en ninguna piedra.

Le respondí negándome a probarte. Tu Palabra, Abba, puede engañarnos si falta el espíritu de la obediencia. E hice mías las palabras que dijiste un día a través de Moisés, de que no tentarás al Señor tu Dios.

Me llevó a un monte y me mostró la embriaguez que puede provocar el poder. Me pidió que renunciara a adorarte, Abba. A mí, ¡que adorándote existo! Le mandé apartarse diciéndole: al Señor, tu Dios, adorarás. Y partió con el mal sabor de su fracaso, perdiéndose en el horizonte, como una horrorosa mancha. El príncipe del mundo no tiene ningún poder sobre mí. Se acercaron unos mensajeros tuyos y me servían.

Abba, gracias porque tu Palabra fue la antorcha para mis pasos, luz para mi sendero.

Apuntes para la Oración Vol.3
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