En el rostro doliente del Crucificado se revela el misterio más grande: Dios se hace solidario con el dolor humano y lo convierte en camino de salvación.
Por eso, el verdadero signo que los cristianos podemos ofrecer al mundo no son prodigios, sino vidas transformadas. Nuestra fe se hace creíble cuando nuestros gestos muestran que la Palabra ha sido eficaz en nosotros:
Cuando somos misericordiosos en un mundo herido, constructores de paz en medio del conflicto, solidarios con los que sufren, testigos del amor que vence al mal.
Ese es el signo que el mundo necesita: hombres y mujeres nuevos, marcados por la cruz y resucitados por la esperanza. Porque solo el que ha sido tocado por el amor de Cristo puede anunciarlo con autoridad, con humildad y con vida.



