Amar a Dios no es repetir oraciones ni cumplir ritos vacíos. Es dejar que su amor transforme nuestro corazón en misericordia activa, capaz de detenerse ante el dolor y de hacer lo mismo que el samaritano.
Jesús nos invita a un amor que no se queda en palabras, sino que se vuelve camino, gesto, cercanía. La salvación no está en la ley, sino en el corazón que se compadece. Solo quien se atreve a amar así participa del mismo amor de Dios, porque la misericordia es el corazón del Evangelio y el rostro más verdadero del Padre.