Servir a Dios no es encerrarse en un culto íntimo y ritual. Servir a Dios es servir a los hermanos, es comprometerse con la causa de Aquel que vino a liberarnos del pecado y de todas sus consecuencias. A Dios hay que servirlo con la misma entrega, con la misma fuerza y hasta con la misma astucia con que tantos sirven al dinero y explotan a los demás.
La fe en Jesús debe empujarnos a trabajar por un mundo nuevo, donde la posesión de bienes y riquezas, la propiedad y el dinero estén sometidos a los criterios del Reino, que busca la felicidad y el desarrollo de todos, de modo que nadie quede fuera de la mesa. Poner el dinero al servicio de los pobres, que tantas veces es fruto de la injusticia, es la única manera de usarlo bien y de transformar la riqueza en comunión. Es allí donde se gana a los verdaderos amigos que nos recibirán cuando se nos acabe la administración de esta vida y nos presentemos ante Dios.