La mirada de Jesús va más allá de las apariencias. Él no mide con las etiquetas sociales ni con prejuicios morales, sino que penetra en lo profundo del corazón. Así es el Dios que Jesús nos revela: un Dios que no condena, sino que salva; un Padre cuyo rostro más verdadero es la misericordia.
Por eso, también nosotros estamos llamados a ser como Él: capaces de perdonar, de amar gratuitamente, de ser portadores de paz y no generadores de dolor. Nuestra misión, como Iglesia, no es custodiar barreras de pureza, sino ser signo de salvación para todos, especialmente para quienes el mundo descarta y condena.