Si el Evangelio insiste tanto en la renuncia y en cargar la cruz, no es para alejarnos del mundo, sino para enseñarnos a vivirlo con mayor fidelidad y hondura. Jesús no huyó de la condición humana: la abrazó, la habitó y la redimió. En su sufrimiento y en su muerte nos ofrece una luz insustituible para atravesar las oscuridades de nuestra existencia.
Mientras el mundo intenta anestesiar el dolor con placeres superficiales y negar la muerte con alegrías fugaces, Jesús nos invita a mirar la vida con realismo: a descubrir en el sufrimiento fecundo un camino de plenitud. Él sabe que la muerte no es el final, sino el umbral de la Vida verdadera.