El discípulo está llamado a una lucha constante contra esa hipocresía refinada que corroe la autenticidad del corazón. La verdadera fidelidad no consiste en aparentar, sino en dejarse transformar. La palabra de Jesús nos convoca a volver a lo esencial: al amor a Dios y al prójimo como ley suprema, como medida definitiva de toda vida creyente.
Ese amor sincero nos regala la humildad para elegir el último lugar, para servir a los hermanos y hermanas sin buscar reconocimientos. Solo así la religión deja de ser máscara y se convierte en transparencia del Reino. Entonces brilla en todo y en todos la luz que viene de Dios, la única que puede vencer la oscuridad de las apariencias y encender el fuego de una vida nueva.