La Iglesia, fiel a su maestro, es fundamentalmente libre: no debe tributo a ningún poder ni adoración a ninguna autoridad humana. Los hijos del Reino cumplimos nuestras responsabilidades cívicas y pagamos nuestros impuestos, pero nuestro espíritu permanece libre frente a la política y a los reinos de este mundo.
Nuestra lealtad suprema es al Reino que no pasa. Nos guía la búsqueda del bien común, cimentada en la caridad. Como hijos de Dios, somos testigos del Viviente, del Resucitado, y por Él estamos llamados a ser forjadores de la verdadera libertad humana en todas sus formas.