El profetismo no es un don para unos pocos: es una llamada para todos los bautizados. Cada cristiano está llamado a ser un signo vivo de la verdad, la justicia, la dignidad y el amor de Dios en medio del mundo.
Ser profeta tiene un precio, porque decir la verdad incomoda, y también incomoda el amor cuando nos saca del centro y nos invita a dejar de mirarnos solo a nosotros mismos. El profeta no busca agradar, sino ser fiel.
Hoy, como ayer, la historia repite sus persecuciones. Donde alguien vive el Evangelio con radicalidad, siempre habrá resistencias. Pero también hoy, como ayer, Dios sigue levantando testigos: hombres y mujeres que, con su vida y su palabra, hacen presente el Reino en medio de las tinieblas.