El Reino no es fruto de nuestros esfuerzos. Es don. El tesoro no lo produce el trabajo del labrador. La perla no es fabricada por el comerciante. El Reino es gracia pura, regalo inesperado, sorpresa divina. Por eso la alegría es tan grande: no se puede comprar ni fabricar, pero cambia todo lo que toca. Su valor no tiene precio, pero su presencia lo vale todo.
El verdadero tesoro del ser humano no es algo: es Alguien. Es Dios mismo, escondido en nuestra historia, oculto entre los pobres, visible en la humanidad de Jesús. El Reino es Jesús. Su presencia es la que da valor, plenitud y sentido a todo. No es algo para acumular, sino para amar. Es Dios mismo que se deja encontrar en lo más sencillo, en lo más humano, en lo más nuestro.



