La lógica de Dios no es la del éxito inmediato ni la del poder que se impone. Es la fuerza humilde de quien confía, espera y se abandona. El Reino no nace del triunfalismo, sino del corazón sencillo que se deja habitar por el Espíritu.
Hoy más que nunca necesitamos renovar la fe en el poder del Espíritu Santo, que actúa en lo oculto, que elige lo pequeño, que transforma lo que el mundo desprecia. Porque ahí —en lo escondido, en lo que no cuenta— está la semilla que cambiará la historia. Ahí está la levadura del Reino.