Jesús lamenta la indiferencia de quienes, habiendo recibido tanto, han respondido tan poco. Esas ciudades, con todo su saber y religiosidad, no supieron reconocer en sus obras la sabiduría de Dios.
También nosotros hemos recibido mucho: formación, fe, sacramentos, comunidad. Sin embargo, no estamos exentos de caer en la tentación de una fe cómoda, domesticada, sin riesgo ni conversión. Creernos convertidos “de una vez para siempre” adormece el alma. Cuando Dios deja de ser novedad, nos conformamos con una religión de costumbre: un poco de fe, algunas obras buenas… pero sin el fuego que sacude y transforma.
El Reino no se instala donde hay autosuficiencia.
El Reino se hace carne en quienes, humildemente, se dejan tocar por la Palabra, se dejan confrontar por la verdad, y vuelven, una y otra vez, al camino de la conversión.