«Doblo las rodillas ante el Padre de quien procede toda paternidad…» (Ef. 3, 14- 15)
Tres segundos bastan para ser progenitor, pero una vida no alcanza para ser padre. La verdadera paternidad es un proceso que se construye con un amor sostenido en el tiempo, con ternura y coraje. La carne y la sangre no son suficientes para crear un vínculo tan profundo. La verdadera paternidad es, en esencia, un acto de adopción. Es reconocer a un ser como parte de mi vida, de mi presente y futuro y hacerlo heredero de todo lo recibido y conquistado.
Sobran los progenitores, pero escasean los padres. Un progenitor aporta las células, mientras que un padre se involucra en la vida de su hijo. Es cuidar el misterio de Dios en la vida del otro, que es hijo. Es dar vida para realice su propio recorrido, aunque nunca jamás vuelva la mirada atrás para dar las gracias.
Ser padre es una decisión constante, una reinvención diaria que necesita de gestos de amor, renuncias, aceptación, exposición y la capacidad de poner al hijo en primer lugar. Ser padre también implica dolor, porque el amor verdadero no teme cargarse al hombro los momentos difíciles, de dolor o de error de los hijos.