SAN MÁXIMO, EL CONFESOR

El monje

En la gran ciudad imperial de Constantinopla, Máximo (nacido alrededor del año 580), secretario principal del emperador Heraclio, era un joven brillante. Había recibido una educación filosófica excelente, y había conseguido así uno de los mejores empleos del servicio civil en el Imperio. Muchos podrían haberle envidiado. Pero él quería más; no desde una perspectiva terrena, sino a los ojos de Dios. Por ello, abandonó la vida pública y se hizo monje en un monasterio en Crisopoli, del que con el tiempo llegó a ser abad. La invasión de los persas le obligó a huir a otro monasterio en Cartago (norte de África). Fue allí donde estalló la controversia teológica que determinó el resto de su vida.

Defensor de la Encarnación

Durante los siglos precedentes, hubo diversas controversias acerca de la Encarnación. En el año 325, el Concilio de Nicea, para combatir la herejía de los arrianos, se vio obligado a declarar que el Hijo fue “engendrado, no creado… Dios de Dios”. ¿Cómo hubiera podido salvarnos una criatura?

En el año 451, el Concilio de Calcedonia tuvo que declarar, contra otras herejías, que el Hijo es “verdadero Dios y verdadero hombre… en dos naturalezas, sin confusión, cambio, división o separación”. Porque si Él no hubiera asumido plenamente la naturaleza humana, ¿cómo podría la naturaleza humana ser divinizada o salvada?

Los monotelistas, entre ellos Pirro, amigo de Máximo, retomaron lo dicho por el Concilio de Calcedonia y decidieron que Cristo tenía dos naturalezas pero solo una voluntad, la divina. Máximo no estuvo de acuerdo. La naturaleza divina de Dios no aniquiló ninguna parte de la naturaleza humana en la Encarnación, tampoco la voluntad humana. Eso no hubiera sido amor. Máximo afirmaba que la facultad de la voluntad es parte de la naturaleza humana, y por tanto Jesús tuvo dos voluntades, una humana y otra divina. En Cristo, Dios Hijo se hizo hombre enteramente, con un cuerpo, un alma y una voluntad humanas, para que todo el ser humano -cuerpo, alma y voluntad- pudiera vivir a la manera de Dios. En Getsemaní, la voluntad divina luchó con la voluntad humana en Cristo para mostrarnos que la voluntad humana encuentra su plena realización -su plena libertad- en un acto de unión libre y amorosa con Dios.

En el a. 645, Máximo se dirigió a Roma, donde participó en el Concilio de Letrán del 649, condenando el monotelismo. El emperador Constante II, que era monotelista, quedó contrariado y mandó arrestar primero al Papa Martín I -a quien Máximo había ayudado durante el Concilio- y luego a Máximo. De este modo comenzó la transformación del monje en “el Confesor”.

“Confesor”

Máximo, que había dedicado toda su energía a defender la fe de la Iglesia y era ya anciano, fue llevado a Constantinopla y juzgado como hereje. Fue condenado a varios años de exilio. En el a. 662, a la edad de 82 años, fue juzgado de nuevo. Las autoridades monotelistas no podían tolerar por más tiempo su brillante oratoria y sus escritos en defensa de la fe. Por ello, ordenaron que fuesen cortadas la lengua del anciano y su mano derecha, para que no pudiese hablar o escribir más; estaban convencidos de que así lograrían silenciar a este testigo de la fe ortodoxa y apostólica.

Pero no comprendieron que un confesor de la fe confiesa esa fe no solo con sus palabras, sino con todo su ser. Y así ese anciano mudo y manco se convirtió en una palabra viva. Su silencio fue más poderoso que cualquier carta de las que escribió o que cualquier discurso de los que pronunció para confesar su fe y la de la Iglesia en la Encarnación del Hijo de Dios.

Máximo fue exiliado a la actual Georgia. Exhausto a causa de las torturas sufridas, murió el mismo año. El tercer Concilio de Constantinopla (680-681) lo rehabilitó, junto al Papa San Martín I, declarando el monotelismo como herejía. San Máximo fue la última persona reconocida tanto por la Iglesia Católica como por la Ortodoxa como Padre de la Iglesia, uno de esos grandes santos teólogos de los primeros tiempos que pusieron los cimientos de la fe de todo el Pueblo de Dios.

«Siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes, pensando en la colaboración que prestaron a la difusión del Evangelio, desde el comienzo hasta ahora.» (Fil. 1,4)

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