Amar no es “sentir emoción”, no es desear poseer al otro, es olvidarse de sí mismo para darse al otro. Amar de verdad implica ser capaz de renunciar, de morir a uno mismo en beneficio de aquel a quien se ama. La renuncia no tiene su fin en sí misma; es la condición de una “vida” en plenitud. La “cruz” de Jesús no es solamente un instrumento de tortura y suplicio: es el signo del amor más grande que haya podido abrazar a un corazón.
Por la renuncia y la cruz, Jesús no propone una destrucción, sino un perfeccionamiento, una transformación, un crecimiento total y definitivo.