El evangelista Juan, que tuvo la gracia de sentir el latido del corazón de Cristo y de intuir el abismo de amor que ocultaba, fotografió los sentimientos de las últimas horas de la vida de Cristo citando una larga y memorable oración: la oración al Padre, la oración de la ofrenda de Amor, la oración de la amistad divina, la oración ferviente por la unidad de sus discípulos, la oración para invocar el alma de la oración para sus apóstoles y para sus discípulos de todos los tiempos.
Una vez concluida la cena, relata san Lucas:
«Salió y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: “Orad, para no caer en tentación”».
(Lucas 22,39-40)
¿Cómo es posible que en el momento más dramático de su vida, cuando su mismo cuerpo reaccionaba sudando sangre, haya visto la oración como única fuerza y único recurso? Y, sin embargo, es así. El Evangelio no puede cambiarse, ni ser retocado: ¡es así, es sencillamente así!
Cuando llegó el momento supremo, Jesús entra orando en el abrazo con su Padre:
«Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”» .
(Lucas 23,46)
Si esta ha sido la vida de Jesús, si este ha sido su apostolado, ¿podemos vivir nosotros una vida distinta o pensar nuestro apostolado de un modo diverso? «¡Señor, enséñanos a orar!». La Palabra de Dios nos responde. ¡Escuchemos!
Apuntes para la Oración Vol.1
Dicasterio para la evangelización