SANTA MAGDALENA CANOSSA, FUNDADORA HIJAS E HIJOS DE LA CARIDAD

Una infancia difícil

Magdalena Gabriela de Canossa, descendiente de la célebre Matilde de Canossa que había favorecido la revoca de la excomunión del emperador Enrique IV por parte del Papa Gregorio VII, nació el 1 de marzo de 1774 en el palacio noble de Verona que pertenecía a su familia y que se daba al lado de Agide a poca distancia del Arco de Gavi. A solo cinco años se quedó huérfana de padre, y dos años después fue abandonada por la madre que se casó en un segundo matrimonio con el marqués Zenetti de Mantua. La educación de Magdalena y de sus cuatro hermanos fue confiada durante los ocho años sucesivos a una institutriz francesa particularmente severa, que no comprendía el carácter de la niña y la trataba con excesiva dureza. A los 15 años Magdalena sufrió una misteriosa fiebre, seguida de un dolor ciático violento y una grave forma de viruela. Estas enfermedades la dejaron un asma crónica y una dolorosa contracción a los brazos que se agravaron con los años. Durante la recuperación se abrió camino en ella la vocación religiosa y el deseo de entrar en un convento, pero la detenía el pensamiento de tantos pobres y necesitados que llenaban los atrios de la casa paterna y que ella sostenía de diversos modos.

Primeras experiencias en el Carmelo

Después de haber consultado con su confesor, el carmelita Stefano del Sacro Cuore, pidió entrar por un periodo de prueba al monasterio de Santa Teresa en Verona y luego en aquel de las Carmelitas Descalzas en Conegliano. Ambas experiencias se concluyeron alrededor de algunos meses con su regreso a casa, porque fue juzgada como no adecuada a la vida de claustro. La superiora del convento de Verona le escribió, si: “Dios había manifestado con evidencia de no quererla Descalza, no por esto la rechazaba como Esposa”, y le aconsejó un nuevo director espiritual, don Luis Ribera, quien la exhortó a un servicio de caridad en la propia familia y en el mundo. En 1799 Magdalena recogió de la calle a dos jóvenes sin techo y las colocó provisionalmente en un departamento en el barrio de San Zeno. En el palacio de Canossa en 1804 hospedó a Napoleón Bonaparte, que pasaba por Verona. Bonaparte tuvo mudo de conocer y apreciar a Magdalena y su fervor apostólico y le dio el ex monasterio de las Agustinas. Así nació el primer Instituto de la Congregación de la Caridad, aprobada por Pío VII en 1816, en el cual Magdalena organizó cursos de catequesis y asistencia a los enfermos, pero sobre todo escuelas de instrucción y de formación para las jóvenes.

La Hijas de la Caridad

Muchas jóvenes eran atraídas por el carisma de Magdalena y de sus hermanas: alrededor de pocos años surgieron nuevos Institutos en Venecia, Milán, Bérgamo, Trento. De la congregación era sacada toda forma de tristeza y de melancolía. Ella aconsejaba, en vez de un rigor excesivo, el tranquilo abandono a la voluntad de Dios. En el Instituto de Bérgamo fundó el primer seminario para las maestras del campo, y enseguida la Orden Terciaria de las Hijas de la Caridad, abierto también a las mujeres casadas o viudas que se ocupaban principalmente de la enseñanza de las enfermeras y de las profesoras.

En los últimos años de su vida Magdalena sufrió frecuentes crisis de asma y de fuertes dolores a las piernas y a los brazos. En la desnuda celda de su convento no tenía ni siquiera un reclinatorio: para rezar le bastaba, decía, las gradas bajo la ventana. El 10 de abril de 1835 pidió a sus hermanas que la sostuvieran de pie para recitar tres Aves Marías a la Virgen Dolorosa, por quién nutria una especial devoción. A la tercera Ave María, narran, elevó los brazos hacia lo alto con un grito de alegría, junto sus manos y reclinó la cabeza sobre la espalda de una hermana.

Fue beatificada por Pío XII en 1941 y sucesivamente canonizada por Juan Pablo II en 1988.

«Siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes, pensando en la colaboración que prestaron a la difusión del Evangelio, desde el comienzo hasta ahora.» (Fil. 1,4)

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Homilía  P. Oscar – 22/12/2024

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El hablar bien y no hablar mal, es una expresión de la humildad, y la humildad es el rasgo esencial de la Encarnación, en particular del misterio del Nacimiento del Señor, que nos disponemos a celebrar.