SAN CARLOS LWANGA Y COMPAÑEROS, MÁRTIRES DE UGANDA

San Carlos Luanga y compañeros prefirieron la muerte a ceder a la  persecución y a los deseos impuros del rey | Gaudium Press Español

«Te tomaré de la mano. Si debemos morir por Jesús, moriremos juntos, tomados juntos de la mano»: estas son las últimas palabras pronunciadas por Carlos Lwanga y dirigidas al joven Kizito, que murió con él cuando tenía sólo 14 años, en el odio a la fe. Un martirio compartido con otros compañeros, tanto católicos como anglicanos, afectados duramente por las persecuciones contra los cristianos que tuvieron lugar en Uganda a finales de 1800.

El encuentro con los «Padres Blancos» y la conversión al cristianismo

Su historia tiene lugar bajo el reinado de Mwanga II, rey de Buganda (que ahora forma parte de Uganda), entre noviembre de 1885 y mediados de 1886. Carlos, al inicio practica las creencias del clan Ngabi, pero luego se siente muy atraído por las palabras del Evangelio pronunciadas y atestiguadas por los Misioneros de África, más conocidos como los «Padres Blancos», fundados por el cardenal Lavigerie. De ese modo, el joven Lwanga se convirtió al cristianismo y, en 1885, fue llamado a la corte como Prefecto del Salón Real. Desde el principio, se convirtió en un punto de referencia para otros, especialmente para los recién convertidos, cuya fe apoyó y alentó.

El comienzo de las persecuciones

Inicialmente, el Rey Mwanga – hombre de caráter terco y rebelde que incluso habìa frecuentado la escuela de los «Padres Blancos» – acogió con benevolencia a Carlos. Sin embargo, instigado por los hechiceros locales que vieron su poder comprometido por la fuerza del Evangelio, el rey comenzó una verdadera persecución contra los cristianos, sobre todo porque no cedieron a su disoluta voluntad. El 25 de mayo de 1886, Carlos Lwanga fue condenado a muerte, junto con otros. Al día siguiente, comenzaron las primeras ejecuciones.

Un «Via Crucis» de ocho días de duración

Para aumentar el sufrimiento de los condenados, el soberano decide trasladarlos del Palacio Real de Munyonyo a Namugongo, lugar de ejecuciones: 27 millas separan ambos lugares, 27 millas que se convierten en un verdadero «Vía Crucis». A lo largo del camino, Carlos y sus compañeros son objeto de violencia por parte de los soldados del rey que intentan, por todos los medios, hacerlos abjurar. En ocho días de caminata, muchos mueren atravesados por lanzas, colgados e incluso clavados a los árboles.

Quemados vivos en la colina de Namugongo

El 3 de junio, los sobrevivientes llegaron exhaustos a la colina de Namugongo, donde fueron quemados en la hoguera. Carlos Lwanga y sus compañeros, junto con algunos fieles anglicanos, son quemados vivos. Rezan hasta el final, sin quejarse, dando una prueba luminosa de su fecunda fe. Uno de ellos, Bruno Ssrerunkuma, diría, antes de morir: «Un manantial que tiene muchas fuentes nunca se secará. Y cuando nos hayamos ido, otros vendrán en nuestro lugar».

Canonizado por Pablo VI en 1964

En 1920, Benedicto XV los proclamó beatos. Catorce años después, en 1934, Pío XI nombró a Carlos Lwanga «Patrón de la juventud del África cristiana». Pablo VI canonizó a todo el grupo el 18 de octubre de 1964, durante el Concilio Vaticano II. Será también el Papa Montini, quien irá a Uganda en 1969, para consagrar el altar mayor del Santuario de Namugongo, construido en el lugar de su martirio. La forma de la iglesia que se levanta hoy en día evoca la tradicional choza africana y descansa sobre 22 pilares que representan a los 22 mártires católicos.

Papa Francisco: «Testigos del ecumenismo de la sangre»

El 28 de noviembre de 2015, durante su undécimo viaje apostólico a Uganda, el Papa Francisco celebró una misa en el mismo santuario después de visitar la cercana iglesia anglicana, también dedicada a los mártires del país. En su homilía, el Papa dijo: «Hoy, recordamos con gratitud el sacrificio de los mártires ugandeses, cuyo testimonio de amor por Cristo y su Iglesia ha alcanzado precisamente los extremos confines de la tierra», y añadió: «Recordamos también a los mártires anglicanos, su muerte por Cristo testimonia el ecumenismo de la sangre. Todos estos testigos han cultivado el don del Espíritu Santo en sus vidas y han dado libremente testimonio del poder transformante de su fe en Jesucristo».

«Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo.» (Heb. 1,2)

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Expreso mi agradecimiento y mi aprecio a todos aquellos que, en las numerosas zonas de conflicto, trabajan por el diálogo y las negociaciones. Recemos para que cesen los combates en todos los frentes y se avance decididamente hacia la paz y la reconciliación.

Y hoy, en la Jornada Mundial de la Paz, todos estamos llamados a aceptar esta invitación que brota del corazón materno de María: hacernos cargo de la vida herida, dignificar la vida de cada quien es la base fundamental para construir una civilización de la paz.

Aprendamos como María a hallar la grandeza de Dios en la pequeñez de la vida, protegiendo el don precioso de la vida: la vida en el vientre materno, la de los niños, la de quienes sufren, la de los pobres, la vida de los ancianos, la de quienes están solos, la de los moribundos.

Encomendémosle a ella este nuevo año jubilar, entreguémosle las preocupaciones, los sufrimientos, las alegrías y todo lo que llevamos en el corazón. Confiémosle a ella el mundo entero, para que renazca la esperanza, para que florezca la paz en todos los pueblos de la tierra.

María, Madre de Dios y Madre también a nosotros, como a los pastores, muéstranos al Dios que nos sorprende siempre, que no viene en el esplendor de los cielos, sino en la pequeñez de un pesebre

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