Luis Rivas – Revista Ecclesia
La quinta meditación de los ejercicios espirituales que, con motivo de la Cuaresma, está realizando la Curia Romana, giró en torno a la naturaleza de la vida eterna. El predicador de la Casa Pontificia, el religioso capuchino y experto biblista Roberto Pasolini, dirigió un día más la sesión en el Aula Paulo VI, centrando su reflexión en que la promesa de Jesucristo no es solo «un premio futuro», sino una realidad que se puede experimentar ya en nuestro presente.
Como en anteriores sesiones, el predicador desafió la concepción común de una existencia dividida únicamente entre vivos y muertos. Tomando el Evangelio de Juan, y particularmente la resurrección de Lázaro, explicó que los verdaderamente muertos no son solo aquellos que han dejado de respirar, sino también quienes permanecen paralizados por el miedo, la vergüenza y el control. En este sentido, se fijó en la presentación de Lázaro, «envuelto en vendas que le impiden moverse», como representación de cada uno de nosotros cuando nos dejamos asfixiar por expectativas externas y esquemas rígidos, perdiendo el contacto con nuestra libertad interior.
Ante la muerte de su hermano, Marta y María expresan una fe condicionada: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Esta reacción, señaló Pasolini en la síntesis recogida por Vatican News, refleja la idea de un Dios que debería intervenir siempre para evitarnos el dolor». Sin embargo, el mensaje central es que Jesús no ha venido a eliminar el sufrimiento, sino a transformarlo: «Yo soy la resurrección y la vida».
De esta manera, la verdadera pregunta, por tanto, no es si moriremos, sino si ya estamos viviendo de verdad, con confianza en Cristo y en su palabra. Esta idea se ilustra también con el episodio de la hemorroísa, una mujer enferma desde hacía doce años que, pese a todo, se atreve a tocar el manto de Jesús en busca de sanación. Su situación simboliza a toda la humanidad: buscamos remedios, buscamos vida, pero con frecuencia nos encomendamos a ídolos falsos que nos dejan vacíos.
El predicador enfatizó también que solo el contacto con Cristo puede traer una sanación verdadera, que no es solo física, sino interior: la capacidad de confiar y sentirse acogidos. Así, Jesús le dice a la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado», demostrando que la salvación no es una intervención externa de Dios, sino que se manifiesta en la capacidad de abrirnos a su presencia.
Esta apertura es fundamental también en la confesión y con toda experiencia de reconciliación: no basta un acto formal, es necesario que el corazón recupere la confianza en un Dios que nos quiere verdaderamente vivos. En última instancia, el signo de Lázaro y la curación de la hemorroísa nos plantean una pregunta radical: ¿Somos moribundos que esperan el final o vivientes que ya han comenzado a experimentar la resurrección?
La conclusión de la meditación radicó en que la vida eterna no es solo una recompensa futura, sino una realidad que ya podemos elegir, viviendo con libertad, esperanza y confianza en el Dios que nos llama a la plenitud. El desafío para la Curia Romana, y para todo creyente, es reconocer y vivir esta vida eterna en el presente, confiando los sufrimientos y heridas a Cristo.