2º MEDITACIÓN EN EL RETIRO PRESINODAL

En casa en Dios y Dios en casa en nosotros
1 de Octubre de 2023
P. Radcliffe

Llegamos a este Sínodo con esperanzas encontradas. Pero esto no debe ser un obstáculo insuperable. Estamos unidos en la esperanza de la Eucaristía, una esperanza que abarca y trasciende todo lo que deseamos.

Sin embargo, existe otra fuente de tensión. Nuestra concepción de la Iglesia como hogar a veces es conflictiva. Cada ser vivo necesita de un hogar para desarrollarse. Los peces necesitan agua y los pájaros los nidos. Sin un hogar, sin una casa, no podemos vivir. Diferentes culturas tienen diferentes concepciones de lo que quiere decir hogar.

La Instrumentum Laboris nos dice que: “Asia ofreció la imagen de la persona que se quita los zapatos para cruzar el umbral, como signo de humildad para prepararse al encuentro con el otro y con Dios; Oceanía propuso la imagen del barco; África insistió en la imagen de la Iglesia como familia de Dios, capaz de ofrecer pertenencia y acogida a todos sus miembros, en toda su variedad” (B 1,2). Pero todas estas imágenes muestran que necesitamos de un lugar donde podamos ser aceptados y, al mismo tiempo, desafiados. En nuestro hogar nos afirmamos por lo que somos y somos llamados a ser más. El hogar es un lugar donde nos conocen y nos aman, donde estamos seguros, pero también es el lugar donde somos desafiados a embarcarnos en la aventura de la fe.

Debemos renovar la Iglesia como casa común si queremos hablar a un mundo que sufre de una crisis debida a la falta de hogar. Estamos consumando nuestra pequeña casa planetaria. Hay más de 350 millones de emigrantes en movimiento, huyendo de guerras y violencia. Miles de personas mueren cruzando los mares para intentar encontrar un hogar. Ninguno de nosotros puede sentirse completamente en casa si ellos no lo están. Incluso en los países ricos, millones de personas duermen en la calle. Los jóvenes a menudo no pueden permitirse una casa.

Por doquier hay una terrible falta de hogar espiritual. El extremo individualismo, la disgregación de la familia, las desigualdades cada vez más profundas hacen que nos asalte un tsunami de soledad. Los suicidios aumentan porque sin un hogar, físico y espiritual, no se puede vivir. Amar es volver a casa con alguien.

¿Qué nos enseña esta escena de la Transfiguración respecto a nuestro hogar, en la Iglesia como en nuestro mundo desheredado? Jesús invita a su círculo de amigos más íntimos a separarse de él y disfrutar de este momento de intimidad. También ellos estarán con él en Getsemaní. Este es el círculo más íntimo de aquellos con los que Jesús se siente más cómodo. En la montaña les concede la visión de su gloria. Pedro quiere aferrarse a este momento. “Rabí, ¡que bueno es que estemos aquí!; hagamos tres moradas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Ha venido y quiere que este momento íntimo perdure.

Pero ellos oyen la voz del Padre. “¡Escuchen!”. Deben bajarse de la montaña y marcharse hacia Jerusalén, sin saber lo que les espera. Serán dispersados y enviados a los confines de la tierra para ser testigos de nuestro hogar definitivo, el Reino. Así que aquí vemos dos concepciones del hogar: el círculo íntimo en casa con Jesús en la montaña y la llamada a nuestro hogar definitivo, el Reino al que todos perteneceremos.

Del mismo modo, diferentes concepciones de la Iglesia como hogar nos dividen hoy en día. Para algunos se define por sus antiguas tradiciones y devociones, sus estructuras y lenguaje heredados, la Iglesia en la que crecimos y a la que amamos. Nos da una clara identidad cristiana. Para otros, la Iglesia actual no parece ser un hogar seguro. La experimentan como excluyente, marginando a muchas personas, mujeres, divorciados y vueltos a casar. Para algunos, es demasiado occidental, demasiado eurocéntrica. El Instrumentum Laboris menciona también a los gais y a los polígamos. Desean una Iglesia renovada en la que se sientan plenamente en casa, reconocidos, afirmados y seguros.

Algunos consideran que la idea de una acogida universal, en la que todos seamos aceptados independientemente de quiénes seamos, destruye la identidad de la Iglesia. Como en una canción inglesa del siglo XIX, «Si todo el mundo es alguien, entonces nadie es nadie»[1]; creen que la identidad requiere fronteras. Para otros, sin embargo, la apertura está en el corazón mismo de la identidad de la Iglesia. El Papa Francisco ha dicho: «La Iglesia está llamada a ser la casa del Padre, con las puertas siempre abiertas de par en par… donde hay sitio para todos, para cada uno con sus problemas, para salir al encuentro de quienes sienten la necesidad de reanudar su camino de fe…» [2].

Esta tensión ha estado siempre en el corazón de nuestra fe, desde que Abraham salió de Ur. En el Antiguo Testamento hay dos cosas en perpetua tensión entre sí: la idea de la elección, del pueblo elegido de Dios, del pueblo con el que Dios habita. Se trata de una identidad muy apreciada. Pero también existe el universalismo, la apertura a todas las naciones, una identidad que aún está por descubrir.

La identidad cristiana es al mismo tiempo conocida y desconocida, dada y que se debe buscar. San Juan dice: “ Queridos, ahora somos hijos de Dios, pero Él todavía no nos ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. (1 Juan 3,1 -2). Sabemos quiénes somos y, sin embargo, no sabemos quiénes seremos.

Para algunos de nosotros, la identidad cristiana está por sobre todo dada, la Iglesia que conocemos y amamos. Para otros, la identidad cristiana es siempre provisional, nos espera en el camino hacia el Reino en el que caerán todos los muros. Ambas son necesarias. Si insistimos sólo en que nuestra identidad está dada – Esto es lo que significa ser católico – corremos el riesgo de convertirnos en una secta. Si sólo insistimos en la aventura hacia una identidad aún por descubrir, corremos el riesgo de
convertirnos en un vago movimiento de Jesús. Pero la Iglesia es signo y sacramento de unidad de toda la humanidad en Cristo (LG1 ) en el ser las dos cosas al mismo tiempo. Ahora moramos en la montaña y saboreamos la gloria. Pero caminamos hacia Jerusalén, ese primer sínodo de la Iglesia.

¿Como debemos vivir esta tensión necesaria? Toda teología surge de la tensión, que dobla el arco para disparar la flecha. Esta tensión está en el corazón del evangelio de San Juan. Dios hace su morada en nosotros: “Los que me aman guardarán mi palabra, y mi Padre los amará, y vendremos a él para poner morada en él”. (14.23). Pero Jesús también nos promete nuestro hogar en Dios: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De no ser así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar.” (Juan 14,2).

Cuando pensamos en la Iglesia como un hogar, algunos pensamos principalmente en Dios viniendo a casa, y otros en nosotros yendo a casa de Dios. Ambas cosas son ciertas. Necesitamos sintonizar con los que piensan de forma diferente. Apreciamos el círculo íntimo en la montaña, pero bajamos y caminamos hacia Jerusalén, errantes y sin hogar. «Escúchenlo”.

Así, en primer lugar, Dios se instala entre nosotros. El Verbo se hace carne en un judío palestino del siglo I, educado en las costumbres de su pueblo. La Palabra se hace carne en cada una de nuestras culturas. En las pinturas italianas de la Anunciación, vemos hermosas casas de mármol, con ventanas que dan a olivos y jardines de rosas y lirios. Los pintores holandeses y flamencos muestran a María con un horno caliente, bien envuelta para protegerse del frío. Sea cual sea tu casa, Dios viene a habitar en ella. Durante treinta años de silencio, Dios habitó en Nazaret: un insignificante lugar secundario. Natanael exclamó indignado: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Felipe se limitó a responder: «Ven y verás «.

“Todos nuestro hogares son Nazaret, donde habita Dios. San Carlos de Foucauld dijo: ”Dejen que Nazaret sea vuestro modelo, en toda su sencillez y amplitud… la vida de Nazaret puede vivirse donde sea. Vívela donde sea más útil para tu prójimo”[3].

Estemos donde estemos y hayamos hecho lo que hayamos hecho, Dios viene a visitarnos: “he aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).

Atesoremos, pues, los lugares donde encontramos al Emmanuel. «Dios con nosotros». Amamos las liturgias donde vislumbramos la belleza divina, las iglesias de nuestra infancia, las devociones populares. Amo la gran abadía benedictina de mi colegio, donde por primera vez percibí abiertas las puertas del cielo. Cada uno tenemos nuestro Monte Tabor, en el que hemos vislumbrado la gloria. Lo necesitamos. Por eso, cuando se cambian las liturgias o se derriban las iglesias, la gente siente una gran pena, como si se destruyera su hogar en la Iglesia. Como Pedro, queremos quedarnos.

Cada Iglesia local es un hogar para Dios. Nuestra Madre María se apareció en Inglaterra en Walsingham, el gran santuario medieval, en Lourdes, en Guadalupe en México, en Czestochowa en Polonia, en La Vang en Vietnam y en Donglu en China.

No hay competencia mariana. En Inglaterra decimos: «La buena noticia es que Dios te ama. La mala noticia es que también ama a todos los demás». San Agustín decía: «Dios ama a cada uno de nosotros como si sólo hubiera uno»[4] . En la basílica de Notre Dame d’ Africa, en Argel, está escrito: «Priez pour nous et pour les Musulmans», «Recen por nosotros y por los musulmanes».

A los sacerdotes a menudo les resulta más difícil abrazar el camino sinodal. Los sacerdotes atendemos estos lugares de culto y celebramos sus liturgias. Los sacerdotes necesitan un fuerte sentido de identidad, un “esprit de corps”. Pero, ¿quiénes seremos en esta Iglesia liberada del clericalismo? ¿Cómo puede el clero abrazar una identidad que no sea clerical? Este es un gran desafío para una Iglesia renovada. Abracemos sin miedo una nueva comprensión fraterna del sacerdocio ministerial. Quizás podamos descubrir cómo esta pérdida de identidad es en realidad una parte intrínseca de nuestra identidad sacerdotal. Es una vocación que va más allá de cualquier identidad, porque «lo que hemos de ser aún no se ha manifestado» (1 Jn 3, 2).

Dios construye su hogar ahora en lugares que el mundo desprecia. Nuestro hermano dominico Frei Betto describe cómo Dios construyó su hogar en una prisión de Brasil. Algunos dominicos fueron encarcelados por su oposición a la dictadura (1964-1985). Betto escribe: «El día de Navidad, fiesta de la vuelta a casa de Dios, la alegría es incontenible. Noche de Navidad en la cárcel… Ahora toda la prisión canta, como si nuestro canto, feliz y libre, debiera resonar en todo el mundo. Las mujeres cantan en su sección y nosotros aplaudimos…. Aquí todo el mundo sabe que es Navidad, que alguien renace. Y con nuestro canto damos testimonio de que también nosotros renacemos para luchar por un mundo sin lágrimas, sin odio y sin opresión. Causa cierta impresión ver estos rostros jóvenes apretados contra los barrotes y cantando su amor. Inolvidable. No es un espectáculo para nuestros jueces, ni para el fiscal, ni para la policía que nos detuvo. Les parecería intolerable la belleza de esta noche. Los torturadores temen una sonrisa, aunque sea débil».

Así vislumbramos la belleza del Señor en nuestro monte Tabor, donde, como Pedro, queremos plantar nuestra tiendas. Bien! Pero «¡Escuchadle!«. Disfrutemos de ese momento y luego bajemos del monte y caminemos hacia Jerusalén. En cierto sentido, debemos convertirnos en vagabundos. «Las zorras tienen sus guaridas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza«. (Lucas 9, 58). Caminan hacia Jerusalén, la ciudad santa donde reside el nombre de Dios. Pero allí Jesús muere fuera de los muros por el bien de todos los que viven fuera de los muros, como Dios se reveló a su pueblo en el desierto, fuera del campamento. James Alison escribió: «Dios está en medio de nosotros como un expulsado»[5]. «Por eso también Jesús, para santificar al pueblo con su propia sangre, padeció fuera de la puerta de la ciudad. Salgamos, pues, también nosotros del campamento y acerquémonos a él, soportando las vejaciones que él soportó!”. (Hebreos 12,12s).

El Arzobispo Carlos Aspiroz da Costa escribió a la Familia Dominicana cuando era Maestro: «Fuera del campamento, entre todos esos ‘otros’ relegados a un lugar fuera del campamento, es donde encontramos a Dios. La itinerancia exige salir de la institución, de las percepciones y creencias culturalmente condicionadas, porque es ‘fuera del campamento’ donde encontramos a un Dios que no puede ser controlado. Es ‘fuera del campamento’ donde encontramos al Otro que es diferente y descubrimos quiénes somos y qué debemos hacer»[6]. Saliendo fuera es como llegamos a un hogar en el que «no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3,26).

En los años 80, reflexionando sobre la respuesta de la Iglesia al sida, visité un hospital en Londres. El médico me dijo que había un joven que pedía un sacerdote llamado Timothy. Por providencia de Dios, conseguí ungirle justo antes de que muriera. Pidió ser enterrado en la catedral de Westminster, el centro del catolicismo en Inglaterra. Estaba rodeado de la gente corriente que acudía a esa misa entre semana, así como de enfermos de sida, enfermeras, médicos y amigos homosexuales. El que había estado en la periferia, por su enfermedad, por su orientación sexual y, sobre todo, por haber muerto, estaba en el centro. Estaba rodeado de aquellos para los que la Iglesia era su hogar y de aquellos que normalmente nunca entrarían en una iglesia.

Nuestras vidas se nutren de tradiciones y devociones muy queridas. Si se pierden, nos afligimos. Pero también debemos recordar a todos aquellos que todavía no se sienten en casa en la Iglesia: ¡las mujeres que no se sienten reconocidas en un patriarcado de viejos hombres blancos como yo! Personas que sienten que la Iglesia es demasiado occidental, demasiado latina, demasiado colonial…. Debemos caminar hacia una Iglesia en la que ya no estén en los márgenes, sino en el centro.

Cuando Thomas Merton se hizo católico descubrió a «Dios, ese centro que está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna, mientras que a mí me encuentra». Renovar la Iglesia, entonces, es como hornear pan. Uno junta los bordes de la masa en el centro y extiende el centro hacia los bordes, llenándolo de oxígeno. Se hace el pan invirtiendo la distinción entre los bordes y el centro, haciendo que el pan de Dios, cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia está en ninguna, nos encuentre.

Una última palabra muy breve. Varias veces, durante la preparación de este sínodo, se ha planteado la pregunta: «¿Pero cómo podemos estar a gusto en la Iglesia con el horrible escándalo de los abusos sexuales?». Para muchos fue la gota que colmó el vaso. Hicieron las maletas y se marcharon. Hice esta pregunta en una reunión de directores de colegios católicos en Australia, donde la Iglesia ha quedado terriblemente desfigurada por este escándalo. ¿Cómo pudieron quedarse? ¿Cómo pudieron seguir en casa?

Uno de ellos citaba a Charles Carretto (1910-1988), Hermano Menor de Charles de Foucauld. Las palabras de Carretto resumen la ambigüedad de la Iglesia, mi casa pero aún no mi hogar, que revela y oculta a Dios.
«¡Cuánto debo criticarte, Iglesia mía, y sin embargo cuánto te amo! Me has hecho sufrir más que nadie y, sin embargo, te debo más que nadie. Quisiera verte destruida, y sin embargo necesito tu presencia. Me has escandalizado mucho, y sin embargo sólo tú me has hecho comprender tu santidad… Incontables veces he querido cerrarte la puerta de mi alma en las narices, y, sin embargo, todas las noches he rezado para morir en tus seguros brazos. No, no puedo librarme de ti, porque soy uno contigo, aunque no completamente. Y entonces, ¿adónde iría? ¿A construir otra iglesia? Pero no podría construir una sin los mismos defectos, porque son mis defectos».

Al final del Evangelio de Mateo, Jesús dice: «He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin de los tiempos«. Si el Señor se queda, ¿cómo podríamos irnos? Dios se ha acomodado en nuestra casa, con todas nuestras escandalosas limitaciones, para siempre. Dios permanece en nuestra Iglesia, incluso con toda la corrupción y los abusos. Por tanto, debemos permanecer. Pero Dios está con nosotros para conducirnos a los espacios más amplios del Reino. Necesitamos a la Iglesia, nuestro hogar actual con todas sus debilidades, pero también para respirar el oxígeno lleno del Espíritu de nuestro futuro hogar sin fronteras.


[1] W. S. Gilbert, The Gondoliers, 1889
[2] Evangelii Gaudium paragrafo 47.
[3] Cathy Wright LSJ St Charles de Foucauld: His Life and Spirituality, p.111
[4] Confessions. Book 3
[5] Knowing Jesus p.71
[6] Letter to the Order on Itinerancy


[1] W. S. Gilbert, The Gondoliers [Los Gondoleros], 1889
[2] Evangelii Gaudium par. 47.
[3] Cathy Wright LSJ, St Charles de Foucauld: His Life and Spirituality [San Carlos de Foucauld: Su vida y espiritualidad], p. 111
[4] Confesiones. Libro 3
[5] Knowing Jesus [Conocere a Jesús] p.71
[6] Letter to the Order on Itinerancy [Carta a la Orden sobre la itinerancia]

«El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo» (Rey.17,14)

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