YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA

5º PREDICACIÓN DE CUARESMA
P. Raniero Cantalamessa
Predicador de la Casa Pontificia
22 de MARZO de 2024

En nuestro itinerario, a través del Cuarto Evangelio, para descubrir quién es Jesús para nosotros, hemos llegado a la última etapa. Entramos en lo que se suele llamar «los discursos de despedida» de Jesús a sus apóstoles. Esta vez ni siquiera intento resumir el contexto y resaltar sus diferentes unidades y subdivisiones. Sería como intentar dibujar cajas y distinguir sectores en una colada de lava que desciende del cráter. Vayamos, pues, directamente a la palabra que pretendemos recoger en esta meditación:

En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Si no, os habría dicho alguna vez: “¿Voy a prepararos un lugar”? Cuando vaya y os prepare lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo esté vosotros también estéis. Y del lugar adonde voy, ya sabéis el camino.»Tomás le dijo: “Señor, no sabemos adónde vas; ¿Cómo podemos saber el camino?”. Jesús le dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí. (Jn 14,3-6).

Yo soy el camino, la verdad y la vida”: palabras que sólo una persona en el mundo podía pronunciar y pronunció. Cristo es el camino y el destino del viaje. Como Palabra eterna del Padre, Él es la verdad y la vida; como Verbo hecho carne, Él es el camino.

Tuvimos la oportunidad de contemplar a Cristo como Vida, comentando su palabra «Yo soy el pan de vida«, como Verdad comentando su otra palabra «Yo soy la luz del mundo«. Por tanto, centrémonos en Cristo el Camino. Después de haber contemplado a Cristo como don, tenemos la oportunidad de contemplarlo como modelo. “Como – escribe Kierkegaard – la Edad Media se había extraviado cada vez más al acentuar el lado de Cristo como modelo, Lutero acentuó el otro lado, afirmando que Él es un don y que este don depende de la fe para aceptarlo”. Pero ahora – añade el mismo autor – debemos insistir también en Cristo como modelo, si no queremos que la doctrina sobre la fe se convierta en una hoja de parra que cubra las omisiones más anticristianas.

Jesús continúa diciendo a quienes encuentra, es decir, a nosotros, en este momento, lo que dijo a los apóstoles y a quienes encontró durante su vida terrena: «Venid en pos de mí«, o en singular «¡Sígueme!«. El seguimiento (en griego, acolouthia) de Cristo es un tema sin límites. En él estaba escrito el libro más querido y más leído de la Iglesia, después de la Biblia: La Imitación de Cristo. Nos limitamos a decir todo lo necesario para pasar a algunas aplicaciones prácticas, siempre de carácter espiritual y personal, tal como nos hemos planteado en estas meditaciones.

El tema del seguimiento de Cristo ocupa un lugar importante en el Cuarto Evangelio. Seguir a Jesús es casi sinónimo de creer en él. Creer, sin embargo, es una actitud de la mente y la voluntad; la imagen del «camino» y del «caminar» pone de relieve un aspecto importante del creer, que es el «caminar», es decir, el dinamismo que debe caracterizar la vida del cristiano y la repercusión que la fe debe tener en la conducta de la vida. El seguimiento – a diferencia de la fe y del amor – no indica sólo una actitud particular de la mente y del corazón, sino que traza para el discípulo un programa de vida que implica una participación total: del modo de vida, del destino y de la misión del Señor.

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Con el énfasis dado al episodio del lavatorio de los pies, Juan quiso subrayar un ámbito particular y prioritario del seguimiento de Cristo, el del servicio (Jn 13, 12-15). Pero no hablaré del servicio. A este tema dediqué el último sermón de la Cuaresma pasada y no hace falta repetirlo. También porque creo que soy el menos capacitado para hablar de servicio, habiendo ejercido en mi vida casi sólo «el servicio de la Palabra» que, por importante que sea, es también relativamente fácil y más gratificante que muchos otros servicios en la Iglesia.

Me gustaría más bien hablar de lo que caracteriza el seguimiento de Cristo y lo distingue de cualquier otro tipo de seguimiento. Se dice de un artista, de un filósofo, de un literato que se formó en la escuela de tal o cual maestro de renombre. Incluso de nosotros religiosos se dice que fuimos formados en la escuela, algunos de Benito, algunos de Domingo, algunos de Francisco, algunos de Ignacio de Loyola y algunos de otros hombres o mujeres. Pero entre este seguimiento y el de Cristo hay una diferencia esencial. Lo expresan, como no se podría hacer mejor, las palabras del propio Juan, al final del Prólogo de su Evangelio: «La ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo» (Juan 1,17).

Para nosotros, los religiosos, esto significa: la regla nos fue dada a través de nuestro Fundador, pero la gracia y la fuerza para ponerla en práctica nos viene sólo de Jesucristo. Para nosotros y para todos los cristianos, esa palabra también significa otra cosa, aún más radical: el Evangelio nos fue dado por el Jesús terrenal, pero la capacidad de observarlo y ponerlo en práctica nos viene sólo de Cristo resucitado, por su Espíritu!

Santo Tomás de Aquino escribió, al respecto, palabras que de labios de un médico menos autorizado que él nos dejarían perplejos. Comentando el dicho paulino “la letra mata, el Espíritu vivifica” (2 Cor 3,6), escribe: “Por letra entendemos toda ley escrita que queda fuera del hombre, incluso los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por eso también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera en ella la gracia de la fe que cura«. Y poco antes decía explícitamente que «la gracia que nos cura» no es otra cosa que «la misma gracia del Espíritu Santo». que es dado a los creyentes.» San Agustín lo entendió por experiencia personal y por eso inventó su extraordinaria oración: “Señor, tú me mandas ser casto. Bueno, dame lo que me ordenes y luego ordename lo que quieras”.

Ésta es la razón por la que muchos de los discursos de Jesús en la Última Cena tienen como objeto el Espíritu Paráclito que enviaría sobre los apóstoles. Recordemos algunas de sus promesas al respecto:

Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero por el momento no sois capaces de llevar la carga. Cuando venga él, el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad, porque no hablará por sí solo, sino que hablará todo lo que oiga, y os anunciará las cosas que han de venir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo anunciará. (16,12-14)

Si Jesús es «el Camino» (en griego, odòs), el Espíritu Santo es «el Guía» (en griego, odegòs u odegìa). Así lo definió ya San Gregorio de Nisa, y así lo invoca la Iglesia latina en el Veni Creator. Los dos versos “Ductore sic te praevio – vitemus omne noxium”, significan en realidad, “contigo como guía (ductor) evitaremos todo mal”.

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Entre las diversas funciones que Jesús atribuye al Paráclito, en su obra a favor nuestro, en la que queremos centrarnos es en la de Sugerir: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (14,26). “Él os hará recordar”: la Vulgata latina traduce con ipse suggeret vobis: él os sugerirá.

El apuntador, en el teatro, está escondido dentro de una cavidad y es invisible para el público: como el Espíritu Santo que ilumina todo pero permanece invisible y, por así decirlo, detrás de escena. El apuntador pronuncia las palabras en voz baja para no ser escuchado por el público, y el Espíritu también habla «en voz baja», suavemente. Sin embargo, a diferencia de los avisadores humanos, él no habla a los oídos, sino al corazón; no sugiere mecánicamente las palabras del Evangelio, como si fueran un guión, sino que las explica, las adapta, las aplica a las situaciones.

Estamos hablando, por supuesto, de las «inspiraciones del Espíritu», las llamadas «buenas inspiraciones». La fidelidad a las inspiraciones es el camino más corto y seguro hacia la santidad. No sabemos de entrada cuál es la santidad concreta que Dios quiere de cada uno de nosotros; Sólo Dios lo sabe y nos lo revela a medida que avanza el camino. Por tanto, no basta con tener un programa claro de perfección y luego implementarlo gradualmente. No existe un modelo idéntico de perfección para todos. Dios no hace santos en serie, no le gusta la clonación. Cada santo es una invención sin precedentes del Espíritu. Dios puede pedirle a uno lo contrario de lo que le pide a otro. De ello se deduce que para alcanzar la santidad el hombre no puede limitarse a seguir reglas generales que se aplican a todos. También debe comprender lo que Dios le pide a él, y sólo a él.

Ahora bien, lo que Dios quiere que es diferente y particular de cada uno se puede descubrir a través de los acontecimientos de la vida, la palabra de la Escritura, la guía del director espiritual, pero el medio principal y ordinario son las inspiraciones de la gracia. Son solicitudes internas del Espíritu en lo más profundo del corazón, a través de las cuales Dios no sólo hace saber lo que desea de nosotros, sino que da la fuerza necesaria, y muchas veces también la alegría, para realizarlo, si la persona está de acuerdo.

Pensemos en lo que habría sucedido si la Madre Teresa de Calcuta hubiera persistido en observar las normas canónicas vigentes en los institutos religiosos de la época. Hasta los 36 años fue monja en una congregación religiosa, ciertamente fiel a su vocación y entregada a su trabajo, pero nada que sugiriera algo extraordinario en ella. Fue durante un viaje en tren de Calcuta a Darjeeling para su retiro espiritual anual que ocurrió el evento que cambió su vida. El Espíritu Santo «susurró» una clara invitación al oído de su corazón: abandona tu orden, tu vida anterior, y ponte a mi disposición para una obra que te indicaré. Entre las hijas de la Madre Teresa, este día, el 10 de septiembre de 1946, es recordado con el nombre de «Día de la Inspiración».

Cuando se trata de decisiones importantes para uno mismo o para los demás, la inspiración debe ser sometida y confirmada por la autoridad o por el padre espiritual. De hecho, esto es lo que hizo la Madre Teresa. Te expones al peligro si confías únicamente en tu inspiración personal.

Las buenas inspiraciones tienen algo en común con la inspiración bíblica, aparte, por supuesto, de la autoridad y el alcance, que son esencialmente diferentes. “Dios dijo a Abraham…”, “El Señor habló a Moisés”: este hablar del Señor no era, desde el punto de vista de la fenomenología, algo diferente de lo que sucede en las inspiraciones de la gracia. La voz de Dios, incluso en el Sinaí, no resonó fuera, sino dentro del corazón, en forma de claridad, de impulsos, provenientes del Espíritu Santo. Los diez mandamientos no fueron grabados por el dedo de Dios en tablas de piedra (¡es difícil para nosotros siquiera imaginarlo!), sino en el corazón de Moisés, quien luego los grabó en tablas de piedra. “Movidos por el Espíritu Santo, los hombres hablaron de parte de Dios” (2 P 1,21); ellos eran los que hablaban, pero movidos por el Espíritu Santo; repetían con la boca lo que oían en el corazón. Dios, dice el profeta Jeremías, escribe su ley en los corazones (Jer 31,33).

Toda fidelidad a una inspiración se ve recompensada por inspiraciones cada vez más frecuentes y más fuertes. Es como si el alma se estuviera entrenando para lograr una percepción cada vez más clara de la voluntad de Dios y una mayor facilidad para realizarla.

* * *

El problema más delicado en cuanto a las inspiraciones ha sido siempre el de discernir las que provienen del Espíritu de Dios de las que provienen del espíritu del mundo, de las propias pasiones o del espíritu maligno. El tema del discernimiento del espíritu ha experimentado una notable evolución a lo largo de los siglos. Originalmente fue concebido como el carisma que servía para distinguir – entre las palabras, oraciones y profecías pronunciadas en la asamblea – cuáles procedían del Espíritu de Dios y cuáles no. En su ejercicio comunitario, el carisma de la profecía debe ir acompañado, para el Apóstol, del del discernimiento del espíritu: “A otro (se le da) el don de profecía; a otro el don de discernimiento de espíritu” (1 Cor 12,10).

El significado original de carisma, entendido por Pablo, parece muy preciso y limitado. Se trata de la recepción de la profecía misma, de su evaluación, por parte de uno o más miembros de la asamblea, que también están dotados de espíritu profético. Pero esto tampoco se basa en un análisis racional, sino más bien en la inspiración del Espíritu mismo. El sentido de discernir (diakrisis) oscila entonces entre distinguir e interpretar: distinguir si fue el Espíritu de Dios quien habló o un espíritu diferente, interpretar lo que el Espíritu quiso decir en una situación concreta. A este mismo don de discernimiento se refiere la conocida recomendación del Apóstol: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinarlo todo, aferrándonos al bien y rechazando toda clase de mal» (1 Tes 5, 19-22).

Si debemos tener en cuenta la experiencia actual de los movimientos pentecostales y carismáticos, debemos pensar que este carisma consistía en la capacidad de la asamblea, o de algunos de ellos, de reaccionar activamente ante una palabra profética, una cita bíblica o una oración, expresando – con la exclamación “¡Confirmo!”, o con otros pequeños signos de la cabeza y de la voz – aprobación de la palabra escuchada, o mostrando, por el contrario – con silencio y pasando a otra cosa – un juicio negativo. De este modo, la profecía verdadera y falsa pasa a ser juzgada «por los frutos» que produce o no, como recomendaba Jesús (cf. Mt 7,16). Este significado original del discernimiento del espíritu -por cierto- podría ser muy relevante también hoy en debates y encuentros, como los que empezamos a vivir en el diálogo sinodal.

En tiempos posteriores, tanto en la espiritualidad oriental como en la occidental, el carisma del discernimiento del espíritu sirvió sobre todo para discernir las inspiraciones del discípulo por parte de un anciano (como en el monacato), y más en general para discernir las propias inspiraciones. La evolución no es arbitraria; de hecho, es el mismo don, aunque se aplique a sujetos y contextos diferentes: el comunitario en el primer caso, el personal en el segundo.

Hay criterios de discernimiento que podríamos llamar objetivos. En el campo doctrinal se resumen para Pablo en el reconocimiento de Cristo como Señor: «Nadie que hable bajo la acción del Espíritu de Dios puede decir ‘Jesús es anatema’, y nadie puede decir ‘Jesús es Señor’ sino bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3); para Juan se resumen en la fe en Cristo y en su encarnación:

Amados, no creáis en toda inspiración, sino probad las inspiraciones para ver si verdaderamente vienen de Dios, porque muchos falsos profetas han aparecido en el mundo. En esto podéis reconocer el espíritu de Dios: todo espíritu que reconoce que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; todo espíritu que no reconoce a Jesús no es de Dios (1 Jn 4, 1-3).

En el campo moral un criterio fundamental lo da la coherencia del Espíritu de Dios consigo mismo. No puede pedir algo que sea contrario a la voluntad divina, tal como se expresa en las Escrituras, en las enseñanzas de la Iglesia y en los deberes del propio estado. Una inspiración divina nunca nos pedirá que realicemos actos que la Iglesia considera inmorales, por muchos argumentos engañosos contra la carne que sean capaces de sugerir en estos casos; por ejemplo, que Dios es amor y por tanto todo lo que se hace por amor es de Dios.

A veces, sin embargo, estos criterios objetivos no son suficientes porque la elección no es entre el bien y el mal, sino entre un bien y otro bien y se trata de ver qué es lo que Dios quiere, en una circunstancia concreta. Fue sobre todo para responder a esta necesidad que San Ignacio de Loyola desarrolló su doctrina sobre el discernimiento.

Casi me da vergüenza hablar de este tema aquí…, pero al menos digamos algo. El santo nos invita a observar las intenciones – las llama «espíritu» – que están detrás de una elección y las reacciones que provoca. Sabemos que lo que viene del Espíritu de Dios trae consigo alegría, paz, tranquilidad, dulzura, sencillez, luz. Lo que viene del espíritu del mal, en cambio, trae consigo perturbación, agitación, inquietud, confusión, oscuridad. El apóstol Pablo destaca esto contrastando los frutos de la carne (enemistades, discordias, celos, disensiones, divisiones, envidias) y los frutos del Espíritu que son en cambio amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre. dominio propio (Gál 5, 22).

En la práctica, las cosas, es cierto, son más complejas. Una inspiración puede venir de Dios y aun así causar gran perturbación. Pero esto no se debe a una inspiración que es dulce y pacífica como todo lo que viene de Dios; más bien surge de la resistencia a la inspiración o del hecho de que nos pide algo que no estamos dispuestos a darle. Si se acoge la inspiración, el corazón pronto se encuentra en una paz profunda. Dios premia cada pequeña victoria en este campo, haciendo sentir al alma su aprobación, que es la alegría más pura que existe en el mundo.

Un campo en el que es muy importante practicar el discernimiento -más allá del de las intenciones y decisiones- es el campo de los sentimientos. Nada es más insidioso que el amor. La naturaleza es muy hábil en hacer pasar como procedente del espíritu lo que en realidad procede de la carne. En este campo es más necesario que nunca tener en cuenta el consejo que dio el poeta latino Ovidio sobre los males del amor: “Principiis obsta”: “Oponerse a los comienzos” Sero medicina paratur: “Es demasiado tarde para la medicina, cuando el mal, con demasiada demora, ha cobrado fuerza«.

* * *

El fruto concreto de esta meditación debe ser una decisión renovada de confiarnos completamente a la guía interior del Espíritu Santo, como si se tratara de una especie de «dirección espiritual». Todos debemos abandonarnos al Maestro interior que nos habla sin el clamor de las palabras. Como buenos actores, debemos mantener los oídos abiertos, en las grandes y pequeñas ocasiones, a la voz de este «incitador» oculto, para representar fielmente nuestro papel en la escena de la vida. Esto es lo que se entiende por la expresión «docilidad al Espíritu».

Es más fácil de lo que piensas, porque él nos habla, nos enseña todo y nos instruye sobre todo. A veces basta una simple mirada interior, un movimiento del corazón, un momento de reflexión y oración. Juan escribe en su Primera Carta:

En cuanto a vosotros, la unción que recibisteis de él permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe; Su unción os enseña todo, es veraz y no miente (1 Juan 2:27).

Sobre estas palabras, San Agustín entabla con el Apóstol un insólito y animado debate. En su comentario a la Primera Carta de Juan, escribe:

Le pregunto a Juan: “Aquellos a quienes dirigiste estas palabras ya tenían la unción… ¿Por qué entonces les escribiste esta carta? ¿Por qué instruirles?”… Hay aquí un gran misterio sobre el cual debemos reflexionar, oh hermanos. El sonido de nuestras palabras golpea los oídos, pero el verdadero maestro está dentro… Podemos exhortar con el sonido de la voz, pero si no hay nadie enseñando dentro, es un ruido inútil.

Si acoger las inspiraciones es importante para todo cristiano, es vital para quienes tienen funciones de gobierno en la Iglesia. Sólo así se permite al Espíritu de Cristo guiar a su Iglesia a través de sus representantes humanos. No es necesario que todos los pasajeros de un barco estén pegados con los oídos a la radio de a bordo, para recibir señales sobre la ruta, sobre los icebergs y sobre las condiciones meteorológicas, pero sí es fundamental que los responsables a bordo lo estén. De una «inspiración divina», valientemente aceptada por el Papa San Juan XXIII, nació el Concilio Vaticano II. De la misma manera, después de él nacieron otros gestos proféticos, que los que vendrán después de nosotros notarán.

¡Que el mismo Señor resucitado haga resonar en nuestros corazones en esta Pascua algo de su divino «Yo Soy» que hemos meditado en esta Cuaresma! Sobre todo aquel que proclama su victoria pascual: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (11, 25-26).

1.Diario, X 1 A 154.
2.Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2.
3.Ibíd., q. 106, a. 1; cf ya Agustín, De Spiritu et littera, 21, 36.
4.Agostino, Confessioni, X, 29.
5.Gregorio Nisseno, De fide (PG, 45, 141C).
6.Cfr. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, IV Semana (ed. BAC, Madrid 1963, pp. 262 ss.).
7.Ovidio, Remedia amoris, V,91.
8. Agustín, Tratados sobre la primera carta de Juan, 3, 13.

«El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo» (Rey.17,14)

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