RECONSTRUIR LA CASA DEL SEÑOR

Roberto Pasolini, OFM Cap.
Predicador de la Casa Pontificia
2º Predicación de Adviento, 12/12/2025

(Texto traducido al español con ChatGPT, originalmente en italiano. En este enlace encontrarás el original para poder contrastarlo con éste ante alguna duda).

En la primera meditación de Adviento, dirigimos nuestra mirada hacia la Parusía del Señor al final de los tiempos, contemplando la imagen de un Dios que ha anunciado y prometido su glorioso regreso. Ante esta esperanza, nos sentimos llamados a la vigilancia sobre nosotros mismos, para no perder la capacidad de percatarnos de la gracia de Dios que obra silenciosamente en la historia. Esa gracia es precisamente la fuerza que sigue dando vida al mundo y ofreciendo a la Iglesia oportunidades siempre nuevas de conversión. Ella nos enseña a vivir, como en los días de Noé, bajo un cielo paciente, que nunca se cansa de renovar la confianza en nosotros, a pesar de nuestras fragilidades y contradicciones.

En esta segunda meditación, queremos centrarnos en la delicada responsabilidad de acoger esta gracia no solo como individuos, sino también como comunidad de creyentes. El bautismo nos ha constituido «colaboradores de Dios» para edificar, en el tiempo y la historia, su «edificio» (1 Corintios 3,9) que es la Iglesia: «el signo y el instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de toda la humanidad», según la valiente y profética definición que dio el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 1).

Pero, ¿de qué unidad debemos ser testigos? ¿Y cómo podemos ofrecer al mundo una comunión que no se reduzca a un llamado genérico a la fraternidad, sino que se convierta en un referente estable y creíble capaz de regenerar la confianza?

La ilusión de la uniformidad

Para responder a estas preguntas, debemos volver precisamente al punto donde nos dejó la primera meditación de Adviento: al día después del diluvio. Tras el gran cataclismo, la Escritura nos ofrece un escenario sorprendente: Dios bendice a Noé y a sus hijos, confiándoles nuevamente la tierra. La violencia humana no ha tenido la última palabra, y la historia comienza de nuevo con un ritmo renovado. El libro del Génesis dedica un capítulo entero a un largo listado de pueblos, lenguas, territorios y genealogías: un mosaico variado que parece decirnos que la vida, cuando renace, no produce copias idénticas, sino diferencias. Es en el multiplicarse de las formas, de los rostros y de las culturas donde la bendición de Dios da fruto.

Sin embargo, este movimiento de distribución y diferenciación expone a un riesgo que la humanidad percibe de inmediato como amenazante: la dispersión. Tras conocer la fragilidad de la existencia, la humanidad naciente teme desintegrarse, no reconocerse más como un solo pueblo. Es en este clima que surge el relato de la torre de Babel, ubicado inmediatamente después del listado de pueblos (Génesis 10). El episodio comienza con una nota aparentemente tranquilizadora: «Toda la tierra tenía una sola lengua y las mismas palabras» (Génesis 11,1). Una condición que podría parecer ideal para la paz y la colaboración. Pero el resto pronto revela una cierta ambigüedad:

«Vengan, construyamos una ciudad y una torre, cuya cima toque el cielo, y hagámonos un nombre, para no dispersarnos sobre toda la tierra» (Génesis 11,4).

La intención es clara: crear un único punto de convergencia – una ciudad fortificada y una torre altísima – para garantizar la unidad de la familia humana y así conjurar el miedo a la dispersión. El proyecto, aparentemente loable, esconde una lógica mortal: la unidad no se busca mediante la composición de las diferencias, sino mediante la uniformidad. Todos hablan la misma lengua, repiten las mismas palabras, persiguen el mismo objetivo. Es el sueño de un mundo donde nadie es diferente, donde nadie corre el riesgo de ser excluido, donde todo es predecible.

Incluso la elección de los materiales refleja esta mentalidad. El narrador observa que los constructores usan ladrillos en lugar de piedras y betún en lugar de mortero. Las piedras conservan una irregularidad propia, pueden ser trabajadas y conectadas sin que se anule su forma. Los ladrillos, en cambio, son idénticos, estandarizados, perfectamente superponibles: un símbolo de una sociedad que teme la fatiga de la libertad y prefiere la seguridad de la semejanza. El resultado es una aparente unanimidad: todos alineados, todos de acuerdo, sin disonancia. Pero es una cohesión solo superficial, lograda al costo de eliminar las voces individuales.

La historia reciente conoce bien esta deriva: el siglo XX vio totalitarismos capaces de imponer un pensamiento único, acallando el disenso y persiguiendo a quien se atreviera a pensar de manera diferente. Cada vez que la unidad se construye suprimiendo las diferencias, el resultado no es la comunión, sino la muerte. Hoy, en la era de las redes sociales y la inteligencia artificial, el riesgo de la homogeneización adopta formas nuevas y más sutiles: algoritmos que seleccionan lo que vemos, creando burbujas informativas en las que cada uno se encuentra solo con quienes piensan como él; inteligencias artificiales que estandarizan lenguajes y pensamientos, reduciendo la complejidad humana a esquemas predecibles; plataformas que premian el consenso rápido y penalizan el disenso reflexivo.

Esta tentación no perdona ni a la Iglesia. ¿Cuántas veces, a lo largo de la historia, hemos confundido la unidad de la fe con la uniformidad de las expresiones, sensibilidades y prácticas? ¿Cuántas veces hemos deseado un consenso inmediato, incapaces de aceptar el ritmo más lento de la verdadera comunión, que no teme el confronto y no borra los matices?

La confusión como terapia

Frente al proyecto de Babel, Dios elige intervenir de un modo sorprendente, alejado tanto del castigo violento como de la indiferencia. El texto bíblico anota con fina ironía que «el Señor bajó a ver la ciudad y la torre» (Génesis 11,5): la construcción que los hombres imaginaban capaz de tocar el cielo se revela así tan diminuta que Dios debe descender para observarla. Pero el verdadero centro del relato se encuentra en las palabras que siguen.

El Señor dijo: «He aquí que ellos son un solo pueblo y todos tienen una sola lengua; este es el comienzo de su obra, y ahora nada de lo que se propongan hacer les será imposible. Bajemos, pues, y confundamos su lengua, para que no entiendan más el uno la lengua del otro» (Génesis 11,6-7).

A primera vista, estas palabras podrían parecer la reacción de un Dios celoso que teme la competencia humana. Pero una lectura atenta —y la memoria del diluvio recién narrado— nos sugiere otra interpretación: Dios no quiere castigar, sino prevenir una deriva mortal, un proceso de «de-creación» que vuelve a amenazar la vida.

¿Qué significa, en efecto, construir la unidad a través de la uniformidad? Significa negar a las personas en su unicidad, sacrificar las diferencias al proyecto común, abolir la alteridad que hace posible el encuentro. Es la peligrosa utopía de una sociedad compuesta por copias idénticas, donde nadie puede ya sorprender ni ser sorprendido. Como dijo el Santo Padre dirigiéndose a los trabajadores de la comunicación, este es el mundo «marcado por la confusión de lenguajes sin amor, a menudo ideológicos o partidistas» (Papa León, 12 de mayo de 2025). Pero un mundo así no tiene nada de divino: es la antítesis de la creación. Dios crea separando, distinguiendo, diferenciando: la luz de las tinieblas, las aguas de la tierra, el día de la noche. La diferencia es la gramática misma de la existencia. Cuando la humanidad elige el camino de la uniformidad, está invirtiendo el impulso creador, buscando una forma de seguridad que coincide con el rechazo de la libertad.

La confusión de las lenguas es, por tanto, un gesto de protección, no de destrucción. Dios no divide para reinar, sino que diferencia para permitir que la vida vuelva a desarrollarse. Devuelve a la humanidad el bien más precioso: la posibilidad de no ser todos iguales. Impide que una sola voz se imponga como criterio absoluto, sofocando toda alteridad. La dispersión se convierte así en una cura: interrumpe un proyecto de muerte, detiene el sueño de una unidad obtenida al precio de la libertad, devuelve dignidad a las singularidades. Es una terapia que vuelve a abrir el espacio de la alianza, porque la alianza no existe sin distancia. No existe comunión sin diferencia.

Dios desea ciertamente que los hombres estén unidos, pero no de cualquier modo. La unidad que nace de la cancelación de las diferencias no es comunión, sino fusión: un aplanamiento que reduce lo humano a masa. Para comprender mejor el riesgo de Babel, el Nuevo Testamento nos ofrece el relato especular: Pentecostés. En los Hechos de los Apóstoles, personas procedentes de pueblos distintos —y que hablan lenguas diferentes— comprenden a los apóstoles cada uno en su propia lengua (Hechos de los Apóstoles 2,1-12). Es un detalle decisivo: no se elimina la pluralidad lingüística, ni el Espíritu Santo impone una única lengua universal. Los apóstoles hablan la suya y los oyentes comprenden la propia: la diversidad permanece, pero ya no divide. No hay uniformidad y, sin embargo, hay comunión. No hay una sola voz, y sin embargo todos escuchan la misma buena noticia. Pentecostés será la respuesta de Dios a la angustia de Babel: no eliminar las diferencias para crear la unidad, sino transformarlas en el tejido de una comunión más amplia.


El templo que hay que reconstruir

La humanidad tardará mucho tiempo en asimilar la lección de Babel y comprender que el encuentro entre Dios y el hombre se hace posible solo allí donde se custodian juntas las igualdades que unen y las diferencias que hacen verdadera la comunión.

A partir del capítulo doce del Génesis, la historia bíblica —como sabemos— estrecha su mirada y se concentra en la historia de un pueblo, Israel, llamado por Dios a ocupar un lugar singular en la historia de la salvación, a través del don de una alianza. Tras la liberación de la esclavitud de Egipto, el largo y fatigoso camino por el desierto y la entrada en la tierra prometida, Israel llega progresivamente a desear una forma de organización similar a la de las naciones circundantes: un rey que guíe al pueblo y luego un templo en el que custodiar la presencia del Señor y su Ley.

Ambas elecciones llevarán consigo una ambigüedad constante. La monarquía, porque representa simbólicamente la tentación de sustituir con un soberano humano el señorío de Dios, único verdadero Rey y Custodio de Israel. El templo, porque su vocación de ser casa de oración permanecerá siempre expuesta al riesgo de corromperse en las formas, reduciendo el espacio sagrado a una ritualidad exterior, separada de la vida y del encuentro vivo con el Señor. No es casualidad que el primer proyecto de construir un templo, madurado en el corazón del rey David, encuentre una respuesta tímida y casi perpleja por parte de Dios. A través del profeta Natán, el Señor le dice: «¿Serás tú quien me construya una casa para que yo habite en ella? […] El Señor te anuncia que él te hará una casa» (2 Samuel 7,5.11). Es como si Dios recordara a David que la iniciativa de la alianza proviene siempre de Él y no puede ser encerrada en un edificio construido por el hombre.

La historia mostrará cuán real es esta ambivalencia. El templo de Jerusalén será destruido varias veces y, a través de la voz vigorosa de los profetas, el pueblo leerá esos momentos —junto con los exilios que los acompañarán— como consecuencias de su propia infidelidad a la Ley. Y, sin embargo, precisamente los momentos de lejanía de la tierra y del templo se convertirán para Israel en ocasiones para redescubrir, de manera más profunda, el don de la alianza y el deseo sincero de volver a vivirla.

Un momento particularmente significativo se sitúa en el regreso del exilio babilónico y en el esfuerzo de la reconstrucción de las murallas de Jerusalén y del Templo. Los libros de Esdras y Nehemías ofrecen un relato vívido: «Jerusalén está en ruinas y sus puertas han sido consumidas por el fuego» (Nehemías 2,17). Frente a este escenario desolador, el gobernador Nehemías lanza un llamado: «Venid, reconstruyamos las murallas de Jerusalén». Los repatriados responden: «¡Levantémonos y construyamos!», y se ponen manos a la obra «con ánimo decidido para la buena empresa» (Nehemías 2,18). Queda claro desde el principio que la reconstrucción será lenta y combatida. Sin embargo, el pueblo no se desanima: «El Dios del cielo nos dará el éxito. Nosotros, sus siervos, nos pondremos a construir» (Nehemías 2,20).

Posteriormente encontramos una larga crónica de personas voluntarias que, unas junto a otras, prestan generosamente su servicio para que las murallas de la ciudad sean reedificadas. El relato es sugestivo porque se dice que cada uno asume la responsabilidad de restaurar un tramo de las murallas, exactamente frente a su propia casa. No faltan, sin embargo, los enemigos, que obstaculizan los trabajos de reconstrucción. Los repatriados se ven obligados a estar muy vigilantes y a defenderse.

Los que reconstruían la muralla y los que llevaban o cargaban los materiales trabajaban con una mano y con la otra empuñaban su arma; todos los constructores, mientras trabajaban, llevaban cada uno la espada ceñida a los lomos (Nehemías 4,11-12).

Cuando finalmente se colocan los nuevos cimientos del templo, la escena parece llenarse de entusiasmo. Los sacerdotes con las trompetas, los levitas con los címbalos, todo el pueblo celebra al Señor cantando: «Porque es bueno, porque su amor es eterno para Israel» (Esdras 3,11). Es un momento de alegría colectiva, casi una exultación que parece disolver el peso de los años de exilio.

Pero enseguida sucede algo inesperado. Mientras muchos aclaman con gritos de alegría, otros —en particular los más ancianos, que habían visto el primer templo— estallan en un llanto incontenible. La Escritura observa:

No se podía distinguir el grito de la aclamación de alegría del grito de llanto del pueblo (Esdras 3,12-13).

Esta escena final tiene una fuerza extraordinaria. El canto ya no es homogéneo: se elevan dos voces, una de alegría y otra de dolor, sin armonizarse de inmediato. Este es el clima real en el que acontece la reconstrucción del templo del Señor. Cuando se edifica nuevamente un espacio sagrado, nadie parte de cero: hay memorias heridas, nostalgias, comparaciones inevitables entre lo que se pierde y lo que nace, entre lo que fue y lo que será. La reconstrucción nunca puede ser un camino lineal: está hecha de entusiasmos y de lágrimas, de nuevos impulsos y de profundos arrepentimientos.


La renovación de la Iglesia

El relato bíblico de la reconstrucción del templo se convierte en un compendio precioso para comprender el misterio de la Iglesia y su perenne necesidad de renovarse en el tiempo y en el espacio. Como las murallas y el templo de Jerusalén, también la Iglesia —realidad divina y a la vez humana— está llamada a dejarse reconstruir continuamente, para que su forma histórica sea transparente a la belleza del Evangelio. Lo comprendieron sobre todo los santos, que más que otros intuyen cuándo la «casa de Dios» muestra signos de cansancio.

Entre ellos, Francisco de Asís ocupa un lugar especial. En el silencio de su búsqueda, escucha la voz que le dice: «Francisco, ve, repara mi casa que, como ves, está toda en ruinas» (Vida Segunda de Tomás de Celano VI, 10 – FF 593). El Asísiense comienza a responder al llamado de Dios restaurando edificios de piedra. Pronto comprende que el templo que hay que renovar es la Iglesia misma, herida por divisiones y lastrada por formas de vida que ya no revelan la frescura del Evangelio. Con la radicalidad de su seguimiento, Francisco devuelve a la Iglesia la luminosa simplicidad de la fraternidad evangélica.

No se trata de una excepción: a lo largo de los siglos, la Iglesia ha intuido y vivido siempre la necesidad de renovarse para permanecer fiel a sí misma y, al mismo tiempo, continuar poniéndose al servicio del mundo. El Concilio Vaticano II recordó que la Iglesia peregrina es llamada por Cristo a una «continua reforma» y que «toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en una fidelidad más grande a su vocación» (Unitatis Redintegratio, 6). La renovación, por tanto, no es una exigencia extraordinaria, sino la actitud ordinaria de la Iglesia que quiere permanecer fiel al Evangelio y al mandato apostólico.

La historia sagrada que hemos recorrido, desde Babel hasta el retorno de Israel del exilio, nos ofrece algunos criterios fundamentales de discernimiento. Ante todo, la renovación eclesial nunca coincide con la tentación de volver todo uniforme. Como en Babel, el riesgo de transformar la unidad en homologación está siempre al acecho: pensar que la comunión requiera solo identidad de estilo, de sensibilidad o de expresión. Una Iglesia que se renueva no es una Iglesia uniforme, sino una Iglesia capaz de acoger la variedad, dejando al Espíritu la tarea de ordenarla en una armonía más grande que nuestras medidas.

Un segundo elemento emerge de la escena de los constructores de las murallas, que trabajan con una mano y con la otra empuñan el arma. La renovación nunca es una obra ingenua o pacífica: requiere un combate espiritual continuo, porque el bautismo nos capacita no solo para edificar, sino también para resistir a aquello que contradice el Evangelio. Quien deja de combatir —contra el orgullo, la pereza, las ilusiones o las ideologías— deja también de edificar el cuerpo de Cristo. La Iglesia se renueva en la medida en que sus miembros aceptan permanecer en un combate espiritual auténtico, sin refugiarse en los atajos del puro conservadurismo o de la innovación acrítica.

Por último, la escena de la reconstrucción donde algunos se alegran mientras otros estallan en un llanto incontenible nos entrega una tercera enseñanza. Toda verdadera renovación pasa por la disponibilidad a cargar con el peso de la comunión. Reconstruir la Iglesia significa aceptar este entrelazamiento: la convivencia de entusiasmos y nostalgias, de esperanzas que nacen y de heridas que todavía sangran. La comunión nunca es un sentimiento homogéneo, sino el lugar en el que voces diferentes aprenden a permanecer cercanas sin anularse mutuamente. Exige saber escuchar también aquello que no coincide con nuestra sensibilidad, acoger el dolor del otro sin juzgarlo, dejarse tocar por su historia. Es en esta paciente capacidad de “padecer” juntos donde la Iglesia vuelve a ser verdaderamente casa de todos, y donde el canto fragmentado del pueblo se convierte, con el tiempo, en una alabanza más grande.


Interpretar el declive

A sesenta años del Concilio Vaticano II podemos permitirnos una mirada más lúcida sobre aquello que fue acogido, quizá con cierto exceso de optimismo, como una “primavera del Espíritu”. Como les sucedió a los primeros cristianos en la espera del retorno del Señor, también nosotros estamos llamados a recalibrar nuestras esperanzas: las intuiciones proféticas del Concilio requerían tiempos más largos y más complejos, porque estaban profundamente entrelazadas con la maduración eclesial y con las transformaciones culturales.

Si no nos reconciliamos con esta larga gestación, corremos el riesgo de no comprender el tiempo que vivimos: un tiempo en el que conviven elementos críticos y signos de sorprendente vitalidad. Por un lado, es evidente un declive de las prácticas, de los números y de las estructuras históricas de la vida cristiana; por otro, emergen nuevos fermentos del Espíritu: crece la centralidad de la Palabra de Dios, el laicado madura una presencia más libre y misionera, el camino sinodal se impone como forma necesaria, el cristianismo florece en muchas regiones del mundo y una nueva inteligencia de la fe busca conjugar la herencia antigua con una comprensión más profunda de lo humano.

Declive y fermento no se excluyen: son las dos caras de la misma gestación, en la cual el Espíritu purifica lo que puede ser dejado atrás y hace nacer lo que necesita crecer. Al fin y al cabo, ¿no es eso lo que Jesús nos enseñó cuando describió la expansión del Reino de Dios a través de la lógica de la semilla?

En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto (Juan 12,24).

Toda renovación comporta realidades que florecen y otras que se extinguen. No debería sorprendernos: es la dinámica pascual, en la que muerte y resurrección son inseparables. Ciertamente, para nosotros siempre es difícil aceptar la muerte y reconocer en los momentos de declive la huella de una esperanza más grande.

Espontáneamente interpretamos la disminución de los números como una crisis que debe resolverse de inmediato. De hecho, precisamente la interpretación de este delicado momento de la historia de la Iglesia —sobre todo en Occidente— se ha convertido en un terreno de confrontación: cada uno identifica en el otro al responsable de la crisis e intenta imponer su propia idea de Iglesia. Hay quienes interpretan la situación actual como consecuencia de la falta de aplicación del Concilio; otros, por el contrario, ven en el propio acontecimiento conciliar la causa de un cierto empobrecimiento de la comunidad y del testimonio cristiano. Estas lecturas opuestas, especulares en su rigidez, corren el riesgo de armar todo tradicionalismo y todo progresismo, endureciendo a la Iglesia en posiciones ideológicas que no nacen del discernimiento, sino del miedo.

Quizá la verdad sea más sencilla y más exigente: en un cambio de época sin precedentes, también la Iglesia lucha por custodiar su fundamento. Frente a transformaciones rápidas y a veces indescifrables, la comunidad cristiana tiende a polarizarse, oscilando entre dos tentaciones opuestas: refugiarse en certezas intocables o abrirse a toda novedad para seguir siendo relevante. Pero ambas reacciones exponen a la Iglesia a un grave riesgo: transformar un tiempo de declive en un tiempo de decadencia, donde no solo disminuyen los números, sino también la confianza, la lucidez y el aliento espiritual.

El declive se convierte en decadencia cuando la Iglesia pierde la conciencia de su naturaleza sacramental y se percibe como una organización social; cuando la fe se reduce a ética o bienestar, la liturgia a prestación, la teología se debilita y la vida cristiana deriva hacia el moralismo.

En un contexto tan complejo, la tentación de las simplificaciones es fuerte: la nostalgia del pasado o la espera de un futuro indefinido. Y, sin embargo, precisamente el declive puede convertirse en un tiempo de gracia, si se afronta sin miedo. Un tiempo que invita a abandonar la ilusión de una Iglesia siempre fuerte, siempre socialmente relevante, siempre en el centro de la atención. Un tiempo que nos hace redescubrir la Iglesia como una obra que no nos pertenece, que no está garantizada por estrategias o proyectos humanos, sino que brota cada vez que se vuelve al corazón del Evangelio. Aceptar el declive no significa rendirse. Significa, más bien, mantenerse alejados de las confrontaciones que dividen y esterilizan todo diálogo. Significa no buscar soluciones inmediatas o fáciles, sino aprender a permanecer fieles incluso cuando las formas habituales se debilitan. Es una invitación a vivir con sobriedad y confianza, sin dejarnos empujar ni por el temor ni por la ansiedad de tener que salvarlo todo.

Este es el espíritu de los repatriados que regresan a Jerusalén: no reconstruyen la ciudad entera, sino que se dedican a un pequeño tramo de muralla, al pedazo que está delante de su casa. También para nosotros la renovación pasa por gestos humildes y concretos. Cada uno puede ofrecer un fragmento de su fidelidad, de su paciencia, de su caridad. Nadie por sí solo puede renovar la Iglesia entera. Y, sin embargo, la Iglesia se renueva solo a través de la pequeña porción que cada uno, día tras día, acepta reconstruir.

En el fondo, la Iglesia no es algo que deba edificarse según nuestros criterios: es un don que hay que recibir, custodiar y servir. El Apocalipsis lo recuerda con fuerza: la «Jerusalén nueva» no surge de nuestras manos, sino que desciende del cielo, de Dios, ya preparada. Es la imagen más alta de la Iglesia como realidad recibida, no producida: la casa en la que toda lágrima será enjugada y toda distancia colmada. Acoger la Iglesia como don —también hoy, en el tiempo del declive y de los nuevos brotes— significa vivir ya ahora de la promesa que nos orienta hacia aquel cumplimiento en el que Dios será todo en todos.


Oremos

Oh Dios, que con piedras vivas y escogidas preparas una morada eterna para tu gloria, continúa derramando sobre la Iglesia la gracia que le has concedido, para que el pueblo de los creyentes
progrese siempre en la edificación de la Jerusalén del cielo.
Por nuestro Señor Jesucristo.

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