LA IGLESIA NUNCA DEBE CONVERTIRSE EN UNA ADUANA

Vatican News – ANDREA TORNIELLI

San Cipriano, obispo de Cartago martirizado en 258, participando en un sínodo de obispos africanos observaba: ‘No se puede negar la misericordia y la gracia de Dios a ningún hombre que venga a la existencia’. Y san Agustín escribía: ‘Los niños son presentados para recibir la gracia espiritual, no tanto por quienes los llevan en brazos (aunque también por ellos, si son buenos creyentes), cuanto por la sociedad universal de los santos y de los fieles… Es toda la Madre Iglesia de los santos la que actúa, pues ella en su conjunto engendra a todos y cada uno’.

Son dos afirmaciones de los Padres de la Iglesia que atestiguan la absoluta gratuidad del bautismo, relativizando de algún modo también el papel de los padres y padrinos («si son buenos creyentes») que piden el sacramento y presentan al niño. Son palabras que iluminan mejor que otras la reciente respuesta del Dicasterio para la Doctrina de la Fe a las preguntas de un obispo brasileño sobre el bautismo. La nota, firmada por el cardenal Víctor Manuel Fernandéz y aprobada por el Papa Francisco, muestra una clara sintonía con el reciente magisterio pontificio. De hecho, Francisco ha insistido repetidamente en que la puerta de los sacramentos, y en particular la del bautismo, no debe permanecer cerrada, y que la Iglesia nunca debe convertirse en una aduana, sino que debe acoger y acompañar a todos en sus accidentados caminos de la vida.

Las respuestas del dicasterio doctrinal, en el contexto tan polarizado que caracteriza hoy a la Iglesia, han suscitado reacciones contrarias, entre ellas las de quienes temen que, al admitir al sacramento del bautismo a los hijos de parejas homosexuales (adoptados, o hijos de uno de los dos miembros de la pareja, quizá generados por gestación subrogada), se hagan moralmente lícitos tanto el llamado «matrimonio gay» como la práctica del llamado «alquiler de vientre». En este sentido, se deberìa también leer nuevamente, por parte de los críticos, la flexibilización de la prohibición de padrinos y madrinas de bautizo, que el Dicasterio presenta de forma problemática.

Es interesante ante todo un pasaje de la nota, donde se recuerda que las respuestas publicadas en estos días «reproponen, en buena sustancia, los contenidos fundamentales de lo ya afirmado en el pasado sobre esta materia por este Dicasterio». La referencia es a pronunciamientos anteriores que han permanecido sub secreto (uno de los cuales también se cita en la nota a pie de página) que se remontan a este pontificado y al de sus predecesores. Además, las mismas citas iniciales de los dos Padres de la Iglesia propuestas al comienzo de este artículo están contenidas, junto con muchas otras, en un documento público de la entonces Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida entonces por el cardenal croata Franjo Šeper y el arzobispo dominico Jérôme Hamer. Se trata de una instrucción aprobada en octubre de 1980 por San Juan Pablo II en la que responde a una serie de objeciones contra la celebración del bautismo de niños, reafirmando la importancia de una «práctica inmemorial» de origen apostólico que no debía abandonarse.

A quien hoy quisiera negar el bautismo a los hijos de parejas homosexuales porque al bautizarlos la Iglesia haría moralmente lícitas las uniones homosexuales o la práctica de los vientres de alquiler, el documento de 1980 ya había respondido indirectamente, afirmando que «la práctica del bautismo de niños es auténticamente evangélica, pues tiene valor testimonial; manifiesta la iniciativa de Dios hacia nosotros y la gratuidad de su amor que envuelve toda nuestra vida: ‘No somos nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que es Él quien nos ha amado…’. Nosotros amamos, porque Él nos amó primero’ (1 Jn 4, 10. 19.)». Y también «en el caso del adulto, las exigencias de recibir el bautismo no deben hacer olvidar que Dios ‘nos ha salvado no en virtud de obras de justicia realizadas por nosotros, sino por su misericordia mediante un lavamiento de regeneración y renovación en el Espíritu Santo’ (Tit. 3, 5.)».

La instrucción aprobada por el Papa Wojtyla hace cuarenta y tres años tenía evidentemente en cuenta el cambio del contexto social y la secularización: «Puede suceder que padres no creyentes y practicantes ocasionales, o incluso no cristianos, que por motivos dignos de consideración soliciten a los párrocos el bautismo para su hijo». ¿Cómo se debe actuar en estos casos? Manteniendo válido el criterio -de ayer y de hoy- de que el bautismo de los niños se celebra si existe el compromiso de educarlos cristianamente, el documento de 1980 precisaba al respecto: «En cuanto a las garantías, cualquier seguridad que ofrezca una esperanza fundada para la educación cristiana de los hijos debe considerarse suficiente. La práctica actual en las parroquias atestigua que, siguiendo el ejemplo del Nazareno, incansable en la búsqueda de toda oveja perdida, basta que un familiar se comprometa ante la Iglesia para no cerrar la puerta.

¿No sería necesario hoy creer más en la acción de la gracia que actúa a través de los sacramentos, que no son un premio para los perfectos, sino una medicina para los pecadores? ¿No habría que mirar más las páginas del Evangelio de las que emerge Jesús que ama primero, perdona primero, abraza con misericordia primero, y es dentro de este abrazo que el corazón de las personas se mueve hacia la conversión?

Y de nuevo, ¿qué culpa tienen los niños? Independientemente de cómo hayan venido al mundo, son siempre criaturas queridas y amadas de Dios. ¿No valdría la pena, entonces, centrarse más en lo positivo, es decir, en el hecho de que la gente pida el bautismo en un contexto de postcristianismo, en el que cada vez es más raro que suceda por mera costumbre?

Es reconfortante releer las palabras que un gran obispo del siglo XX pronunció en una entrevista en julio de 1978 sobre Luise Brown, la primera niña nacida en una probeta. Denunciaba el riesgo de que surgieran «fábricas de niños» separados de los contextos familiares y explicaba que compartía «sólo en parte» el entusiasmo por el experimento. Pero al final ofreció sus «más cordiales deseos al niño» y un pensamiento afectuoso a los padres, diciendo: «No tengo derecho a condenarlos: subjetivamente, si han actuado con recta intención y de buena fe pueden incluso tener un gran mérito ante Dios por lo que han decidido y pedido a los médicos que lleven a cabo». Aquel obispo se llamaba Albino Luciani, era Patriarca de Venecia, un mes después se convertiría en Juan Pablo I y hoy es beato.

«Siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes, pensando en la colaboración que prestaron a la difusión del Evangelio, desde el comienzo hasta ahora.» (Fil. 1,4)

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