La homilía del Papa León
en la misa por el Papa Francisco
y todos los cardenales y obispos fallecidos en este año
2 de noviembre de 2025
Queridísimos hermanos Cardenales y Obispos,
queridos hermanos y hermanas:
Hoy renovamos la hermosa costumbre, con ocasión de la Conmemoración de todos los fieles difuntos, de celebrar la Eucaristía en sufragio por los Cardenales y Obispos que nos han dejado durante el año recién pasado, y con gran afecto la ofrecemos por el alma elegida del Papa Francisco, quien falleció después de haber abierto la Puerta Santa y de impartir a Roma y al mundo la Bendición pascual. Gracias al Jubileo, esta celebración —para mí la primera— adquiere un sabor característico: el sabor de la esperanza cristiana.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos ilumina. Ante todo lo hace con una gran imagen bíblica que, podríamos decir, resume el sentido de todo este Año Santo: el relato lucano de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). En él se representa de forma plástica el peregrinaje de la esperanza, que pasa por el encuentro con Cristo resucitado. El punto de partida es la experiencia de la muerte, y en su forma más cruel: la muerte violenta que mata al inocente y deja así a los demás desconfiados, desanimados, desesperados. Cuántas personas —cuántos “pequeños”— también hoy sufren el trauma de esta muerte espantosa, desfigurada por el pecado. Por esta muerte no podemos ni debemos decir “laudato si’”, porque Dios Padre no la quiere, y ha enviado a su Hijo al mundo para liberarnos de ella. Está escrito: el Cristo debía padecer estos sufrimientos para entrar en su gloria (cf. Lc 24,26) y darnos la vida eterna. Solo Él puede cargar sobre sí y en sí esta muerte corrompida sin ser corrompido por ella. Solo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68) —temblorosos lo confesamos aquí, junto al Sepulcro de San Pedro— y estas palabras tienen el poder de hacer arder nuevamente la fe y la esperanza en nuestros corazones (cf. v. 32).
Cuando Jesús toma el pan entre sus manos, que habían sido clavadas en la cruz, pronuncia la bendición, lo parte y lo ofrece, los ojos de los discípulos se abren, en sus corazones brota la fe y, con la fe, una esperanza nueva. ¡Sí! Ya no es la esperanza que tenían antes y que habían perdido. Es una realidad nueva, un don, una gracia del Resucitado: es la esperanza pascual.
Así como la vida de Jesús resucitado ya no es la de antes, sino que es absolutamente nueva, creada por el Padre con el poder del Espíritu, así también la esperanza del cristiano no es la esperanza humana, no es ni la de los griegos ni la de los judíos, no se basa en la sabiduría de los filósofos ni en la justicia que proviene de la ley, sino única y totalmente en el hecho de que el Crucificado ha resucitado y se ha aparecido a Simón (cf. Lc 24,34), a las mujeres y a los demás discípulos. Es una esperanza que no mira al horizonte terrenal, sino más allá, mira a Dios, a esa altura y profundidad desde donde ha surgido el Sol que vino a iluminar a los que están en tinieblas y en sombra de muerte (cf. Lc 1,78-79).
Entonces sí, podemos cantar: «Laudato si’, mi Signore, por nuestra hermana muerte corporal». El amor de Cristo crucificado y resucitado ha transfigurado la muerte: de enemiga la ha hecho hermana, la ha amansado. Y ante ella nosotros «no estamos tristes como los demás que no tienen esperanza» (1 Tes 4,13). Estamos dolidos, claro, cuando una persona querida nos deja. Nos escandalizamos cuando un ser humano, especialmente un niño, un “pequeño”, un frágil, es arrancado por una enfermedad o, peor aún, por la violencia de los hombres. Como cristianos estamos llamados a llevar con Cristo el peso de estas cruces. Pero no estamos tristes como quienes no tienen esperanza, porque ni siquiera la muerte más trágica puede impedir que nuestro Señor reciba entre sus brazos nuestra alma y transforme nuestro cuerpo mortal, incluso el más desfigurado, a imagen de su cuerpo glorioso (cf. Fil 3,21).
Por eso, los lugares de sepultura los cristianos no los llaman “necrópolis”, es decir, “ciudades de los muertos”, sino “cementerios”, que significa literalmente “dormitorios”, lugares donde se descansa, en espera de la resurrección. Como profetiza el salmista: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, / porque tú solo, Señor, me haces descansar confiado» (Sal 4,9).
Queridísimos, el amado Papa Francisco y los hermanos Cardenales y Obispos por quienes hoy ofrecemos el Sacrificio eucarístico, han vivido, testimoniado y enseñado esta esperanza nueva, pascual. El Señor los ha llamado y los ha constituido como pastores en su Iglesia, y con su ministerio ellos —para usar el lenguaje del Libro de Daniel— han “llevado a muchos a la justicia” (cf. Dn 12,3), es decir, los han guiado por el camino del Evangelio con la sabiduría que viene de Cristo, quien se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención (cf. 1 Cor 1,30). Que sus almas sean lavadas de toda mancha y que ellos resplandezcan como estrellas en el cielo (cf. v. 3). Y a nosotros, aún peregrinos en la tierra, nos llegue en el silencio de la oración su aliento espiritual: «Espera en Dios: aún podré alabarlo, a Él, salvación de mi rostro y mi Dios» (Sal 42,6.12).
(Traducido con Copilot, aplicación de IA de Microsoft)



