1º PREDICACIÓN DE CUARESMA
P. Raniero Cantalamessa
Predicador de la Casa Pontificia
3 de marzo de 202
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La historia de la Iglesia a finales del siglo XIX y principios del XX nos ha dejado una amarga lección que no debemos olvidar para no repetir el error que la provocó. Me refiero al retraso, más aún al rechazo, de tomar nota de los cambios que se estaban producido en la sociedad, y de la crisis del Modernismo que fue su consecuencia.

Cualquiera que haya estudiado ese período, aunque haya sido superficialmente, sabe el daño que sobrevino, tanto para la Iglesia como para los llamados “modernistas”. La falta de diálogo, por un lado, empujó a algunos de los modernistas más conocidos a posiciones cada vez más extremas y, finalmente, heréticas; por otro, privó a la Iglesia de una enorme energía, provocando en ella laceraciones y sufrimientos sin fin, haciéndola que la hicieron retraerse, cada vez más, en sí misma, perdiendo de este modo el ritmo de los tiempos.

El Concilio Vaticano II fue la iniciativa profética para recuperar el tiempo perdido. Ha producido una renovación que no es el caso de volver a ilustrar aquí. Más que su contenido, nos interesa en este momento el método que inauguró, que consiste en es caminar por a través de la historia, junto a la humanidad, tratando de discernir los signos de los tiempos.

La historia y la vida de la Iglesia no se detuvo, sin embargo, con el Concilio Vaticano II. Gracias al Concilio Vaticano II la historia y la vida de la Iglesia no se detuvieron. ¡Ay de hacer de ella lo que se intentó hacer con el Concilio de Trento, No caigamos en el error de hacer lo que se intentó con el concilio de Trento, es decir, una meta inamovible! Si la vida de la Iglesia se detuviera, sucedería como un río que llega a una barrera: inevitablemente se convierte en un lodazal o en un pantano.

“No penséis –escribía Orígenes en el siglo III– que basta con renovarse una sola vez; necesitamos renovar la misma novedad: ‘Ipsa novitas innovanda est’”. Antes que él, el nuevo Doctor de la Iglesia San Ireneo había escrito: La verdad revelada es “como un licor precioso contenido en un vaso valioso. Por obra del Espíritu Santo, rejuvenece continuamente y también hace rejuvenecer la vasija que la contiene”. El “vaso” que contiene la verdad revelada es la tradición viva de la Iglesia. El “licor precioso” es en primer lugar Escritura, pero Escritura leída en la Iglesia, que es entonces la definición más correcta de Tradición. El Espíritu es, por su naturaleza, novedad. El Apóstol exhorta a los bautizados a servir a Dios “en la novedad del Espíritu y no en la caducidad de la letra” (Rm 7, 6).

La sociedad no sólo no se detuvo en la época del Concilio Vaticano II, sino que conoció una aceleración vertiginosa. Los cambios que solían producirse en un siglo o dos ahora lo hacen en una década. Esta necesidad de renovación continua no es otra cosa que la necesidad de conversión continua, extendida desde el creyente individual a toda la Iglesia en su componente humano e histórico: la “Ecclesia semper reformanda”. El verdadero problema, por tanto, no reside en la novedad; es más bien en la forma de tratar con ella. Me explico. Toda novedad y todo cambio se encuentra en una encrucijada; puede tomar dos caminos opuestos: o el del mundo, o el de Dios: o el camino de la muerte o el camino de la vida. La Didaché, escrita cuando todavía vivía al menos uno de los doce apóstoles, ya ilustraba estos dos caminos a los creyentes.

Nosotros tenemos un medio infalible para emprender siempre de nuevo el camino de la vida y de la luz: el Espíritu Santo. Es la certeza que Jesús dio a los apóstoles antes de dejarlos: “Le pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que permanezca con vosotros para siempre (Jn 14,16). Y en otro lugar: “El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena ” (Jn 16,13). No lo hará todo de golpe, ni de una vez por todas, sino a medida que vayan surgiendo las diversas situaciones. Antes de dejarlos definitivamente, en el momento de la Ascensión, el Resucitado asegura a sus discípulos la asistencia del Paráclito: “Recibiréis -dice- la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).

La intención de los cinco sermones de Cuaresma que comenzamos hoy, muy sencillamente, es precisamente ésta: animarnos a poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia y, en particular, en este momento, en el centro de las decisiones sinodales. En otras palabras, retomar la apremiante invitación que el Resucitado dirige, en el Apocalipsis, a cada una de las siete Iglesias de Asia Menor: “El que tenga oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2, 7).

Es la única manera, entre otras cosas, que tengo para no permanecer completamente ajeno al compromiso en curso con el sínodo. En uno de mis primeros sermones a la Casa Pontificia, hace 43 años, dije en presencia de San Juan Pablo II: “Toda mi vida continué haciendo el humilde trabajo que hacía de niño”. Y le expliqué cómo. Mis abuelos maternos cultivaban una vasta tierra montañosa como aparceros. En junio o julio era la siega, todo a mano, con la hoz, encorvados bajo el sol. Era un trabajo muy agotador. Mis primitos y yo éramos los encargados de llevar constantemente agua a los segadores para beber. Eso es –dije en aquella ocasión – lo que he estado haciendo el resto de mi vida. Han cambiado los segadores, que ahora son los obreros de la viña del Señor, y ha cambiado el agua, que ahora es la Palabra de Dios. Un trabajo, el mío, mucho menos fatigoso, siendo sicero, que el de los obreros de la viña; pero también, espero, útil y de algún modo necesario.

* * *

En este primer sermón me limito a recoger la lección que nos llega de la Iglesia naciente. En otras palabras, quisiera mostrar cómo el Espíritu Santo guió a los apóstoles y a la comunidad cristiana a dar sus primeros pasos en la historia. Cuando las palabras de Jesús antes citadas sobre la asistencia del Paráclito fueron escritas por Juan, la Iglesia ya había tenido experiencia práctica de ella, y es precisamente esta experiencia, nos dicen los exegetas, la que se refleja en las palabras del evangelista.

Los Hechos de los Apóstoles nos muestran una Iglesia que es, paso a paso, “guiada por el Espíritu”. Su guía se ejerce no sólo en las grandes decisiones, sino también en las cosas menores. Pablo y Timoteo quieren predicar el evangelio en la provincia de Asia, pero “el Espíritu Santo se lo prohíbe”; están a punto de dirigirse hacia Bitinia, pero, está escrito, “el Espíritu de Jesús no se lo permite” (Hch 16, 6s). De lo que sigue se comprende el motivo de esta guía tan apremiante: el Espíritu Santo exhortó así a la Iglesia naciente a salir de Asia y enfrentarse a un nuevo continente, Europa (cf. Hch 16, 9). Pablo llega a definirse, en sus elecciones, como “prisionero del Espíritu” (Hch 20, 22).

No es un camino recto y suave, el de la Iglesia naciente. La primera gran crisis es la relativa a la admisión de gentiles en la Iglesia. No hay necesidad de recordar su desarrollo. Sólo nos interesa recordar cómo se resuelve la crisis. ¿Pedro va a Cornelio y los paganos? Es el Espíritu quien le manda (cf. Hch 10,19; 11,12). ¿Y cómo es motivada y comunicada la decisión tomada por los apóstoles en Jerusalén de acoger a los paganos en la comunidad, sin obligarlos a ser circuncidados y a cumplir con toda la legislación mosaica? Se resuelve con esas extraordinarias palabras iniciales: “Pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros…” (15,28).

No se trata de hacer arqueología de la Iglesia, sino de sacar a la luz, siempre de nuevo, el paradigma de toda elección eclesial. De hecho, no cuesta mucho ver la analogía entre la apertura que entonces se tomaba hacia los gentiles, con la que se impone hoy hacia los laicos, especialmente a las mujeres, y a otras categorías de personas. Por lo tanto, vale la pena recordar la motivación que impulsó a Pedro a superar sus perplejidades y bautizar a Cornelio y su familia. Leemos en los Hechos:

Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios. Entonces Pedro dijo: «¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» (Hch 10, 44-47)

Llamado a justificar su conducta en Jerusalén, Pedro relata lo sucedido en casa de Cornelio y concluye diciendo:

Me acordé entonces de aquellas palabras que dijo el Señor: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo”. Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios? (Hch 11, 16-17)

Si miramos con detenimiento, es la misma motivación que impulsó a los Padres del Concilio Vaticano II a redefinir el papel de los laicos en la Iglesia, es decir, la doctrina de los carismas. Conocemos bien el texto, pero siempre es útil recordarlo:

Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia (LG 12).

Estamos ante el redescubrimiento de la naturaleza no sólo jerárquica sino también carismática de la Iglesia. San Juan Pablo II, en la “Novo millennio ineunte” (n. 45) lo hará aún más explícito al definir a la Iglesia como jerarquía y como koinonía. En una primera lectura, la reciente constitución sobre la reforma de la Curia “Praedicate Evangelium” (aparte de todos los aspectos jurídicos y técnicos que desconozco por completo) me dio la impresión de estar dando un paso adelante en esta misma dirección: es decir, en aplicar el principio sancionado por el Concilio a un sector particular de la Iglesia que es su gobierno y a una mayor implicación en él de los laicos y las mujeres.

Pero ahora tenemos que dar todavía un paso más. El ejemplo de la Iglesia apostólica nos ilumina no sólo sobre los principios inspiradores, es decir, sobre la doctrina, sino también sobre la práctica eclesial. Nos dice que no todo se resuelve con las decisiones tomadas en un sínodo, o con un decreto. Existe la necesidad de llevar estas decisiones a la práctica, la llamada “recepción” de los dogmas. Y para eso necesitamos tiempo, paciencia, diálogo, tolerancia; a veces incluso compromiso. Cuando se hace en el Espíritu Santo, el compromiso no es ceder, ni rebajar la verdad, sino llevarlo a cabo con caridad y obediencia a las situaciones. ¡Cuánta paciencia y tolerancia tuvo Dios después de dar el Decálogo a su pueblo! ¡Cuánto tiempo tuvo que esperar, y todavía tiene que esperar, para su recepción!

A lo largo de la historia que acabamos de mencionar, Pedro aparece claramente como el mediador entre Santiago y Pablo, es decir, entre la preocupación por la continuidad y por la de la novedad. En esta mediación, somos testigos de un incidente que puede ayudarnos aún hoy. El incidente es el de Pablo que en Antioquía reprende a Pedro de por la hipocresía de por haber evitado sentarse a la mesa con paganos convertidos. Escuchemos lo que sucedió desde su propia voz:

Mas, cuando vino Cefas a Antioquía, me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión. Pues antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquéllos llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor de los circuncisos (Gal 2, 11-12).

Los “conservadores” de la época reprocharon a Pedro haber ido demasiado lejos yendo al pagano Cornelio; Pablo, sin embargo, le reprocha no haber ido lo suficientemente lejos. Pablo es el santo que más admiro y amo. Pero en este caso estoy convencido de que se dejó llevar (¡no es la única vez!) por su carácter de fuego. Pedro no pecó en absoluto de hipocresía. La prueba es que, en otra ocasión, el mismo Pablo hará exactamente lo que hizo Pedro en Antioquía. En Listra hizo circuncidar a su compañero Timoteo “a causa -está escrito- de los judíos que había en aquellas regiones” (Hch 16,3), es decir, para no escandalizar a nadie. A los Corintios escribe que se hizo “judío con los judíos, para ganar a los judíos” (1 Cor 9, 20) y en la Carta a los Romanos recomienda encontrarse con aquellos que aún no han alcanzado la libertad de la que otros disfrutan” (Rom 14, 1 ss).

El papel de mediador que ejerció Pedro entre las tendencias opuestas de Santiago y Pablo continúa en sus sucesores. Ciertamente no (y esto es bueno para la Iglesia) uniformemente en cada uno de ellos, sino según el carisma propio de cada uno que el Espíritu Santo (y se supone que los cardenales bajo él) han considerado los más necesarios en un momento dado de la historia de la Iglesia.

Ante los acontecimientos y las realidades políticas, sociales y eclesiales, nosotros estamos listos para tomar inmediatamente partido por un lado y demonizar al contrario, a desear el triunfo de nuestra elección sobre la de nuestros adversarios. (¡Si estalla una guerra, todos rezan al mismo Dios para que dé la victoria a sus ejércitos y aniquile a los del enemigo!). No digo que esté prohibido tener preferencias: en el campo político, social, teológico, etc., o que sea posible no tenerlas. Sin embargo, nunca debemos esperar que Dios se ponga de nuestro lado contra el adversario. Tampoco debemos preguntárselo a quienes nos gobiernan. Es cómo pedirle a un padre que elija entre dos hijos; cómo decirle: “Elige: yo o mi oponente; muestra claramente con quien estás!” ¡Dios está con todos y por eso no está contra nadie! Es el padre de todos.

La acción de Pedro en Antioquía -como la de Pablo en Listra- no fue hipocresía, sino adaptación a las situaciones, es decir, la elección de lo que, en una determinada situación, favorece el mayor bien de la comunión. Es sobre este punto que quisiera continuar y concluir esta primera meditación, también porque nos permite pasar de lo que concierne a la Iglesia universal a lo que concierne a la Iglesia local, es decir, a nuestra propia comunidad o familia y a la vida espiritual de cada uno de nosotros (¡Que es lo que uno espera, creo, de una meditación de Cuaresma!).

Hay una prerrogativa de Dios en la Biblia que a los Padres les encantaba subrayar: la synkatabasis, es decir, la condescendencia. Para San Juan Crisóstomo es una especie de clave para comprender toda la Biblia. En el Nuevo Testamento esta misma prerrogativa de Dios se expresa con el término benignidad (chrestotes). La venida de Dios en la carne es vista como la suprema manifestación de la benignidad de Dios: “Se ha manifestado la benignidad de Dios y su amor por los hombres” (Tito 3:4).

La amabilidad -hoy diríamos también cortesía- es algo distinto de la simple bondad; es ser bueno con los demás. Dios es bueno en sí mismo y es bondadoso con nosotros. Es uno de los frutos del Espíritu (Gal 5,22); es un componente esencial de la caridad (1 Cor 13, 4) y es el marco de un alma noble y superior. Ocupa un lugar central en la exhortación apostólica. Leemos, por ejemplo, en la Carta a los Colosenses:

Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros (Col 2, 12-13).

Este año celebramos el cuarto centenario de la muerte de un santo que fue un excelente modelo de esta virtud, en una época también marcada por amargas controversias: San Francisco de Sales. Todos deberíamos volvernos, en la Iglesia, un poco más condescendientes y tolerantes, menos colgados de nuestras certezas personales, conscientes de cuántas veces hemos tenido que reconocer dentro de nosotros mismos que estábamos equivocados sobre una persona o una situación, y cuántas veces nosotros también hemos tenido que adaptarnos a las situaciones. En nuestras relaciones eclesiales, afortunadamente, no existe -ni debe existir- esa propensión a insultar y vilipendiar al adversario que se advierte en ciertos debates políticos y que tanto daño hace a la pacífica convivencia civil.

Hay alguien, es cierto, con quien es justo ser intransigente, pero ese alguien soy yo mismo, es mi “yo”. Estamos inclinados por naturaleza a ser intransigentes con los demás e indulgentes con nosotros mismos, mientras que deberíamos proponernos hacer todo lo contrario: estrictos con nosotros mismos, longánimos con los demás. Esta resolución, tomada en serio, bastaría por sí sola para santificar nuestra Cuaresma. Nos dispensaría de cualquier otro tipo de ayuno y nos dispondría a trabajar con más fe y serenidad en todos los ámbitos de la vida de la Iglesia.

Un gran ejercicio en este sentido es ser honesto, en lo profundo de tu corazón, con la persona con la que no estás de acuerdo. Cuando me doy cuenta de que estoy acusando a alguien dentro de mí, tengo que tener cuidado de no ponerme de mi parte inmediatamente. Debo dejar de darle vueltas a mis razones como quien masca chicle y tratar de ponerme en el lugar de la otra persona para entender sus razones y lo que él también podría decirme.

Este ejercicio no debe hacerse sólo con respecto a la persona singular, sino también con la corriente de pensamiento con la que no estoy de acuerdo y con la solución propuesta por ella a un determinado problema en discusión (en el Sínodo o en otro ámbito). Santo Tomás de Aquino nos da un ejemplo: inicia cada uno de los artículos de su Suma Teológica con las razones del adversario que nunca banaliza ni ridiculiza, sino que las toma en serio y luego les responde con su “Sed contra”, “sin embargo”, es decir, con las razones que considera más en conformidad con la fe y la moral. Preguntémonos (yo primero): ¿hacemos lo mismo?

Jesús dice: “No juzguéis, para que no seáis juzgados…¿Cómo es que ves la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? (Mt 7, 1-3). ¿Es posible vivir, nos preguntamos, sin juzgar nunca? ¿No es la capacidad de juzgar parte de nuestra estructura mental y no es un don de Dios? En la versión de Lucas, al mandato de Jesús: “no juzguéis y no seréis juzgados” le sigue inmediatamente, como para aclarar el sentido de estas palabras, el mandato: “no condenéis y no seréis condenados” (Lc 6, 37). Por lo tanto, no se trata de eliminar el juicio de nuestro corazón, ¡sino de eliminar el veneno de nuestro juicio! Eso es el odio, la condena, el ostracismo.

Un padre, un superior, un confesor, un juez, cualquiera que tenga alguna responsabilidad sobre los demás, debe juzgar. A veces, en efecto, juzgar es precisamente el tipo de servicio que uno está llamado a ejercer en la sociedad o en la Iglesia. La fuerza del amor cristiano reside en el hecho de que es capaz de cambiar el signo incluso del juicio y, de un acto de desamor, convertirlo en un acto de amor. No con nuestras propias fuerzas, sino gracias al amor que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5).

En conclusión, hagamos nuestra la hermosa oración atribuida a San Francisco de Asís. (Tal vez no sea suya, pero refleja perfectamente su espíritu):

Oh Señor, hazme un instrumento de tu paz:
donde haya odio, déjame llevar amor,
donde haya ofensa, que yo lleve el perdón,
donde hay discordia déjame traer unidad,
donde haya duda, déjame vestirme de fe,
donde está el error, que pueda traer la verdad,
donde está la desesperación, déjame traer esperanza,
donde haya tristeza, déjame llevar alegría,
donde está la oscuridad, déjame traer la luz.

Y añadimos:

Donde haya malicia, déjame mostrar benignidad
¡Donde haya dureza, déjame traer bondad!

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