1º PREDICACIÓN DE CUARESMA
P. Raniero Cantalamessa
Predicador de la Casa Pontificia
11 de marzo de 2022

Entre los muchos males que la pandemia de Covid está causando a la humanidad, ha habido al menos un efecto positivo desde el punto de vista de la fe. Nos ha hecho tomar conciencia de la necesidad que tenemos de la Eucaristía y del vacío que crea su carencia. Durante el período más agudo de la pandemia en 2020 me impresionó mucho -y a mí creo que a muchos otros- lo que significaba asistir todas las mañanas por televisión a la Santa Misa celebrada por el Papa Francisco en Santa Marta.

Algunas iglesias locales y nacionales han decidido dedicar este año a una catequesis especial sobre la Eucaristía, de cara de un deseado renacimiento eucarístico en la Iglesia Católica. Me parece una decisión oportuna y un ejemplo a seguir, tal vez subrayando algunos aspectos no siempre tomados en consideración. Por eso, he pensado hacer una pequeña contribución al proyecto, dedicando las reflexiones de esta Cuaresma a un reexamen del misterio eucarístico.

La Eucaristía está en el centro de cada tiempo litúrgico, de la Cuaresma no menos que de los demás tiempos. Es lo que celebramos todos los días, la Pascua diaria. Cada pequeño progreso en su comprensión se traduce en un progreso en la vida espiritual de la persona y de la comunidad eclesial. Pero también es, por desgracia, lo más expuesto, por su repetitividad, a caducar de forma rutinaria, a algo que se da por descontado. San Juan Pablo II, en la carta Ecclesia de Eucharistia, escrita en Abril 2003, dice que los cristianos deben redescubrir y mantener viva el «asombro eucarístico». Para este propósito quisieran servir nuestras reflexiones: redescubrir el asombro eucarístico.

Hablar de la Eucaristía en tiempo de pandemia y ahora además con los horrores de la guerra delante de nuestro ojos, no es huir de la realidad dramática que estamos viviendo, sino una ayuda para mirarla desde un punto de vista más elevado y menos contingente. La Eucaristía es la presencia en la historia del acontecimiento que ha invertido para siempre los papeles entre vencedores y víctimas. En la cruz, Cristo hizo de la víctima el verdadero vencedor: “Victor quia victima”, lo define san Agustín: vencedor precisamente por ser víctima. La Eucaristía nos ofrece la verdadera clave de lectura de la historia. Ella nos asegura que Jesús está con nosotros, no solo intencionalmente, sino realmente en este mundo nuestro que parece escaparse de nuestras manos en cualquier momento. Nos repite: “¡Animo! Yo he vencido al mundo!” (Juan 16: 33).

La Eucaristía en la historia de la salvación

¿Qué lugar ocupa la Eucaristía en la historia de la salvación? La respuesta es: ¡no ocupa un lugar, sino que lo ocupa todo! La Eucaristía es co-extensiva a la historia de la salvación. Sin embargo, está presente de tres maneras diferentes, en los tres tiempos o fases diferentes de la salvación: está presente en el Antiguo Testamento como figura; está presente en el Nuevo Testamento como acontecimiento y está presente en el tiempo de la Iglesia como sacramento. La figura anticipa y prepara el acontecimiento, el sacramento «prolonga» y actualiza el evento.

En el Antiguo Testamento —decía—, la Eucaristía está presente «en figura». Una de estas figuras era el maná, otra el sacrificio de Melquisedec, otra el sacrificio de Isaac. En la secuencia Lauda Sion Salvatorem, compuesta por santo Tomás de Aquino para la fiesta del Corpus Christi, se canta: «Presagiado en las figuras: sacrificado en Isaac, indicado en el cordero pascual, dado a los padres como maná»: In figúris præsignátur, / cum Isaac immolátur: /agnus paschæ deputátur: /datur manna pátribus. Como figuras de la Eucaristía, santo Tomás llama a estos ritos «los sacramentos de la Ley antigua» .

Con la venida de Cristo y su misterio de muerte y resurrección, la Eucaristía ya no está presente como figura, sino como acontecimiento, como realidad. Lo llamamos «acontecimiento» porque es algo que sucedió históricamente, un hecho único en el tiempo y en el espacio, sucedido solo una vez (semel) e irrepetible: Cristo «sólo una vez, en la plenitud de los tiempos, apareció para anular el pecado por medio del sacrificio de sí mismo» (Heb 9,26).

Finalmente, en el tiempo de la Iglesia, la Eucaristía —decía—, está presente como sacramento, es decir, en el signo del pan y del vino, instituido por Cristo. Es importante que entendamos bien la diferencia entre el acontecimiento y el sacramento: en la práctica, es la diferencia entre la historia y la liturgia. Dejémonos ayudar por San Agustín.

Nosotros —dice el santo doctor— sabemos y creemos con fe certísima que Cristo murió una sola vez por nosotros, él, justo, por los pecadores, él, Señor por los siervos. Sabemos perfectamente que esto sólo ha sucedido una vez; y, sin embargo, el sacramento lo renueva periódicamente, como si se repitiera varias veces lo que la historia proclama que ha sucedido una sola vez. Sin embargo, acontecimiento y sacramento no están en contraste entre sí, como si el sacramento fuera falaz y solo el acontecimiento fuera verdadero. De hecho, de lo que la historia afirma haber sucedido, en realidad, una sola vez, de esto el sacramento renueva (renovat) a menudo la celebración en el corazón de los fieles. La historia revela lo que sucedió una vez y cómo sucedió, el liturgia hace que el pasado no se olvide; no en el sentido de que hace que vuelva a suceder (non faciendo), sino en el sentido de que lo celebra (sed celebrando) .

Aclarar la conexión que existe entre el sacrificio único de la cruz y la Misa es algo muy delicado y siempre ha sido uno de los puntos de mayor disenso entre católicos y protestantes. Agustín utiliza, como hemos visto, dos verbos: renovar y celebrar que son muy justos, siempre que, sin embargo, se entiendan uno a la luz del otro: la Misa renueva el acontecimiento de la cruz celebrándolo (¡no reiterándolo!) y lo celebra renovándolo (¡no sólo recordándolo!). La palabra, en la que hoy se logra el mayor consenso ecuménico, es quizás el verbo (también utilizado por Pablo VI, en la encíclica Mysterium fidei) representar entendido en el sentido fuerte de re-presentar, es decir, hacer presente de nuevo.

Según la historia, ha habido, por lo tanto, una sola Eucaristía, la realizada por Jesús con su vida y su muerte; según la liturgia, sin embargo, es decir, gracias al sacramento, hay tantas Eucaristías como se han celebrado y se celebrarán hasta el fin del mundo. El acontecimiento se realizó una sola vez (semel), el sacramento se realiza «cada vez» (quotiescumque). Gracias al sacramento de la Eucaristía nos convertimos, misteriosamente, en contemporáneos del acontecimiento; el acontecimiento se nos hace presente y nosotros al acontecimiento.

Nuestras reflexiones cuaresmales tendrán como objeto la Eucaristía en su etapa actual, es decir, como sacramento. En la Iglesia antigua había una catequesis especial, llamada mistagógica, que estaba reservada al obispo y se impartía después, no antes, del bautismo. Su objetivo era revelar a los neófitos el significado de los ritos celebrados y las profundidades de los misterios de la fe: bautismo, confirmación o unción y, en particular, la Eucaristía. Lo que nos proponemos hacer es precisamente una pequeña catequesis mistagógica sobre la Eucaristía. Para permanecer lo más posible anclados a la naturaleza sacramental y ritual de la misma, seguiremos de cerca el desarrollo de la Misa en sus tres partes —liturgia de la palabra, liturgia eucarística y comunión—, añadiendo al final una reflexión sobre el culto eucarístico fuera de la Misa.

Liturgia de la Palabra

En los primerísimos días de la Iglesia, la liturgia de la Palabra estaba separada de la liturgia eucarística. Los discípulos, refieren los Hechos de los Apóstoles, «todos los días, todos juntos, asistían al templo»; allí escuchaban la lectura de la Biblia, recitaban los salmos y las oraciones junto con los demás judíos; hacían lo que se hace en la liturgia de la Palabra; luego se reunían por separado, en sus casas, para «partir el pan», es decir, para celebrar la Eucaristía (cf. Hch 2,46).

Muy pronto, sin embargo, esta práctica se hizo imposible tanto por la hostilidad hacia ellos por parte de las autoridades judías, como porque para entonces las Escrituras habían adquirido para ellos un nuevo significado, todo orientado a Cristo. Así fue como la escucha de la Escritura también se trasladó del templo y la sinagoga a los lugares de culto cristianos, asumiendo gradualmente la fisonomía de la liturgia actual de la Palabra que precede a la plegaria eucarística. En la descripción de la celebración eucarística hecha por san Justino en el siglo II, no sólo la liturgia de la Palabra es parte integrante de ella, sino que a las lecturas del Antiguo Testamento se han añadido ahora las que el santo llama «las memorias de los apóstoles», es decir, los Evangelios y las Cartas, prácticamente el Nuevo Testamento.

Escuchadas en la liturgia, las lecturas bíblicas adquieren un significado nuevo y más fuerte que cuando se leen en otros contextos. No se pretende tanto conocer mejor la Biblia, como cuando se lee en casa o en una escuela bíblica, cuanto reconocer al que se hace presente en la fracción del pan, iluminar cada vez un aspecto particular del misterio que se está a punto de recibir. Esto aparece, de manera casi programática, en el episodio de los dos discípulos de Emaús. Fue al escuchar la explicación de las Escrituras cuando los corazones de los discípulos comenzaron a derretirse, de modo que luego pudieron reconocerlo «al partir el pan» (Lc 24,1ss.). ¡La de Jesús resucitado fue la primera «liturgia de la palabra» en la historia de la Iglesia!

Segunda característica: en la Misa las palabras y los episodios de la Biblia no sólo son narrados, sino revividos; la memoria se convierte en realidad y presencia. Lo que sucedió «en aquel tiempo», sucede «en este momento», «hoy» (hodie), como le gusta expresarse a la liturgia. No sólo somos oyentes de la palabra, sino interlocutores y actores de la misma. Es a nosotros, allí presentes allí, a quienes se dirige la palabra; estamos llamados a ocupar el lugar de los personajes evocados.

Algunos ejemplos ayudarán a entender. Una vez que leemos, en la primera lectura, el episodio de Dios hablando a Moisés desde la zarza ardiente: estamos, en la Misa, ante la verdadera zarza ardiente… Otra vez se habla de Isaías que recibe en sus labios el carbón ardiente que le purifica para la misión: estamos a punto de recibir en los labios el verdadero carbón ardiente, el fuego que Jesús vino a traer a la tierra… Ezequiel es invitado a comer el rollo de los oráculos proféticos: nos estamos preparando para comer al que es la palabra misma hecha carne y hecho pan.

Esto se hace aún más claro si pasamos del Antiguo Testamento al Nuevo, de la primera lectura al pasaje del Evangelio. La mujer que sufría una hemorragia está segura de que será sanada si puede tocar el borde del manto de Jesús: ¿qué decir de nosotros que estamos a punto de tocar mucho más que el borde de su manto? Una vez escuchaba en el Evangelio el episodio de Zaqueo y me llamó la atención su «actualidad». Yo era Zaqueo; las palabras estaban dirigidas a mí: «Hoy debo venir a tu casa»; era de mí de quien se podía decir: «¡Se ha alojado con un pecador!» y era a mí, después de recibirlo en comunión, a quien Jesús decía: «Hoy ha entrado la salvación en esta casa» (cf. Lc 19,9).

Así de cada episodio del Evangelio. ¿Cómo no identificarnos en la Misa con el paralítico a quien Jesús le dice: «Tus pecados te son perdonados» y «Levántate y anda» (cf. Mc 2,5.11); con Simeón sosteniendo al Niño Jesús en los brazos (cf. Lc 2,27-28); con Tomás que toca sus heridas (Jn 20,27-28)? En el segundo domingo del Tiempo Ordinario del actual ciclo litúrgico está el pasaje evangélico en el que Jesús dice al hombre de la mano paralizada: «¡Extiende la mano! La extendió, y su mano fue curada» (Mc 3,5). «No tenemos la mano paralizada; pero todos tenemos, algunos más o menos, el alma paralizada, el corazón reseco. A quien escucha Jesús le dice en ese momento: «¡Extiende tu mano! Extiende tu corazón ante mí, con la fe y la disposición de ese hombre.

La Escritura proclamada durante la liturgia produce efectos que están por encima de toda explicación humana, a la manera de los sacramentos que producen lo que significan. Los textos divinamente inspirados también tienen un poder curativo. Después de leer el pasaje del Evangelio en la Misa, la liturgia invitaba en un tiempo a que el ministro besara el libro diciendo: «Que las palabras del Evangelio borren nuestros pecados» (Per evangelica dicta deleantur nostra delicta).

A lo largo de la historia de la Iglesia, acontecimientos epocales han ocurrido como resultado de escuchar las lecturas bíblicas durante la Misa. Un joven escuchó un día el pasaje del Evangelio donde Jesús le dice a un joven rico: «Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (cf. Mt 19,21). Entendió que esta palabra estaba dirigida a él personalmente, así que se fue a casa, vendió todo lo que tenía y se retiró al desierto. Su nombre era Antonio, el iniciador del monacato. Muchos siglos después, otro joven, recientemente convertido, entró en una iglesia con un compañero. En el Evangelio del día Jesús decía a sus discípulos: «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, y no llevéis dos túnicas» (Lc 9,3). El joven se volvió hacia su compañero y le dijo: «¿Has escuchado? Esto es lo que el Señor quiere que nosotros hagamos también». Así comenzó la Orden Franciscana.

La liturgia de la Palabra es el mejor recurso que tenemos para hacer de cada vez, de la Misa, una celebración nueva y atractiva, evitando así el gran peligro de una repetición monótona que especialmente los jóvenes encuentran aburrida. Para que esto suceda, debemos invertir más tiempo y oración en la preparación de la homilía. Los fieles deberían ser capaces de comprender que la palabra de Dios toca las situaciones reales de la vida y es la única que tiene respuestas a las preguntas más serias de la existencia.

Hay dos maneras de preparar una homilía. Uno puede sentarse a la mesa y elegir el tema en base a las propias experiencias y conocimientos; luego, una vez que el texto esté preparado, ponerse de rodillas y pedir a Dios que infunda el Espíritu en las propias palabras. Es algo bueno, pero no es una forma profética. Para ser proféticos deberíamos seguir el camino inverso: primero ponernos de rodillas y preguntarle a Dios cuál es la palabra que quiere hacer resonar para su pueblo.

De hecho, Dios tiene su propia palabra para cada ocasión y no deja de revelarla a su ministro, quien se lo pide humilde e insistentemente. Al principio será sólo un pequeño movimiento del corazón, una luz que se ilumina en la mente, una palabra de la Escritura que atrae la atención y arroja luz sobre una situación vivida. Es, aparentemente, solo una pequeña semilla, pero contiene lo que la gente necesita escuchar en ese momento.

Después de eso, uno puede sentarse a la mesa, abrir sus libros, consultar notas, recoger y ordenar sus pensamientos, consultar a los Padres de la Iglesia, a los maestros, a veces a los poetas; pero ahora ya no es la palabra de Dios la que está al servicio de tu cultura, sino tu cultura al servicio de la palabra de Dios. Sólo de esta manera la Palabra manifiesta su poder intrínseco.

La obra del Espíritu Santo

Pero hay que añadir una cosa: toda la atención prestada a la palabra de Dios por sí sola no es suficiente. Sobre ella debe descender «la fuerza de lo alto». En la Eucaristía, la acción del Espíritu Santo no se limita sólo al momento de la consagración, a la epíclesis que se recita antes ella. Su presencia es igualmente indispensable para la liturgia de la Palabra y, veremos a su debido tiempo, para la comunión.

El Espíritu Santo continúa, en la Iglesia, la acción del Resucitado que, después de la Pascua, «abrió las mentes de los discípulos a la comprensión de las Escrituras» (cfr. Lc 24,45). La Escritura, dice la Dei Verbum del Concilio Vaticano II, «debe leerse e interpretarse con la ayuda del mismo Espíritu mediante el cual fue escrita» . En la liturgia de la palabra, la acción del Espíritu Santo se ejerce a través de la unción espiritual presente en el que habla y en el oyente.

El Espíritu del Señor está sobre mí;
por eso me consagró con la unción
y me envió a llevar la buena nueva a los pobres (Lc 4,18).

Jesús indicó así de dónde saca su fuerza la palabra proclamada. Sería un error confiar sólo en la unción sacramental que hemos recibido de una vez por todas en la ordenación sacerdotal o episcopal. Esta nos permite realizar ciertas acciones sagradas, como gobernar, predicar y administrar los sacramentos. Nos da, por así decirlo, la autorización para hacer ciertas cosas, no necesariamente autoridad al realizarlas; asegura la sucesión apostólica, ¡no necesariamente la éxito apostólico!

Pero si la unción es dada por la presencia del Espíritu y es su don, ¿qué podemos hacer para tenerla? En primer lugar, debemos partir de una certeza: «Hemos recibido la unción del Santo», nos asegura san Juan (1 Jn 2,20). Es decir, gracias al bautismo y la confirmación —y, para algunos, a la ordenación sacerdotal o episcopal— ya poseemos la unción. Más aún, según la doctrina católica, ha impreso en nuestra alma un carácter indeleble, como una marca o un sello: «Es Dios mismo —escribe el Apóstol—, quien nos ha conferido la unción, nos ha impreso el sello y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,21-22).

Esta unción, sin embargo, es como un ungüento perfumado encerrado en un jarrón: permanece inerte y no libera ningún olor si no se rompe y no se abre el jarrón. Así sucedió con el jarrón de alabastro roto por la mujer del evangelio, cuyo aroma llenó toda la casa (…). Ahí es donde se inserta nuestra parte sobre la unción. No depende de nosotros, pero depende de nosotros eliminar los obstáculos que impiden la irradiación. No es difícil entender lo que significa para nosotros romper el jarrón de alabastro. La vasija es nuestra humanidad, nuestro yo, a veces nuestro árido intelectualismo. Romperlo significa ponerse en un estado de entrega a Dios y de resistencia al mundo.

No todo, afortunadamente para nosotros, está confiado al esfuerzo ascético. Mucho puede, en este caso, la fe, la oración, la humilde imploración. Por lo tanto, pidamos la unción antes de que nos estemos preparando para una predicación o acción importante al servicio del Reino. Mientras nos preparamos para la lectura del Evangelio y a la homilía, la liturgia nos hace pedir al Señor que purifique nuestros corazones y labios para poder anunciar dignamente el Evangelio. ¿Por qué no decir alguna vez (o al menos pensar dentro de sí): «Unge mi corazón y mi mente, Dios Todopoderoso, para que pueda proclamar tu palabra con la dulzura y el poder del Espíritu»?

La unción no sólo es necesaria para que los predicadores proclamen eficazmente la palabra, sino que también es necesario que los oyentes la acojan. El evangelista Juan escribía a su comunidad: «Habéis recibido la unción del Santo, y todos tenéis conocimiento… La unción que habéis recibido de él permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os instruya» (1 Jn 2,20.27). No es que toda instrucción exterior sea inútil. «Es el maestro interior –dice san Agustín – quien verdaderamente instruye, es Cristo y su inspiración los que instruyen. Cuando falta su inspiración y su unción, las palabras externas solo provocan un alboroto inútil» .

Esperamos que aún hoy Cristo nos haya instruido con su inspiración interior y mis palabras no hayan sido “un ruido inútil”.

©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q.60, a.2,2.
2.AGUSTÍN, Sermo 112: PL 38, 643.
3.PABLO VI, Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 753ss.
4.JUSTINO, I Apologia, 67, 3-4
5.Dei Verbum, 12.
6.AGUSTÍN, Comentario a la Primera Carta de Juan, 3, 13.

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