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4º PREDICACIÓN DE CUARESMA
P. Raniero Cantalamessa
Predicador de la Casa Pontificia
1 de abril de 2022

Después de nuestras catequesis mistagógicas sobre las tres partes de la Misa – liturgia de la palabra, consagración y comunión – meditemos hoy en la Eucaristía como presencia real de Cristo en la Iglesia.

¿Cómo afrontar un misterio tan elevado e inaccesible? Nos vienen a la mente de inmedia¬to las infinitas teorías y discusiones existentes en torno a ella, las divergencias entre católicos y protestantes, entre latinos y ortodoxos, que llenaban los libros en los que hemos estudiado teología, nosotros que ya tenemos una cierta edad, y estamos tentados de pensar que es imposible decir todavía algo más sobre este misterio que pueda edificar nuestra fe y caldear nuestro corazón, sin deslizarnos inevitablemente en la polémica interconfesional.

Pero es precisamente ésta la obra maravillosa que el Espíritu Santo está realizando en nuestros días entre todos los cristianos. Nos impulsa a reconocer qué gran parte había, en nuestras disputas eucarísticas, de presunción humana de poder encerrar el misterio en una teoría o, incluso, en una palabra, así como la voluntad de prevalecer sobre el adversario. Nos impulsa a arrepentirnos de haber reducido la prenda de amor y de unidad que nos dejó nuestro Señor a un objeto privilegiado de nuestras disputas.

La vía para ponernos en marcha sobre este camino del ecumenismo eucarístico es la vía del reconocimiento recíproco, la vía cristiana del agape, es decir, del compartir, o de las “diferencias reconciliadas”, come dice nuestro Santo Padre. No se trata de pasar por encima de las divergencias reales, o de disminuir en algo la auténtica doctrina católica. Se trata, más bien, de poner en común los aspectos positivos y los valores auténticos que hay en cada una de las tradiciones, de modo que podamos constituir una «masa» de verdad común que comience a atraernos hacia la unidad.

Es increíble cómo algunas posiciones católicas, ortodoxas y protestantes, en torno a la presencia real, resultan divergentes entre sí y destructivas, cuando son contrapuestas y vistas como alternativas entre sí; mientras que, por el contrario, aparecen como maravillosamente convergentes, si se mantienen unidas en equilibrio. Es la síntesis que debemos empezar a hacer; debemos examinar las grandes tradiciones cristianas, para quedarnos «con lo bueno» de cada una, como nos exhorta el Apóstol (cf. 1 Tes 5,21). Esta es la única forma en que podemos esperar llegar un día a sentarnos todos alrededor de la misma mesa.

Una presencia real, pero escondida: la tradición latina

Vayamos, pues, a visitar con este espíritu las tres principales tradiciones eucarísticas —latina, ortodoxa y protestante— para edificarnos con las riquezas de cada una de ellas y reunirlas a todas en el tesoro común de la Iglesia. La idea que tendremos, al final, del misterio de la presencia real resultará más rica y viva.

En la visión de la teología y de la liturgia latina, el centro indiscutido de la acción eucarística, del que brota la presencia real de Cristo, es el momento de la consagración. En él Jesús actúa y habla en primera persona. San Ambrosio, por ejemplo, escribe:

Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; pero, una vez que recibe la consagración, el pan se convierte en carne de Cristo… ¿Con qué palabras se realiza la consagración y quién las dijo? ¡Con las palabras que dijo el Señor Jesús! Porque todo lo que se dice an¬tes son palabras del sacerdote, alabanzas a Dios, oraciones en que se pide por el pueblo, por los reyes, por los demás; pero cuando se llega al momento en que se realiza el sacramento venerable, el sacerdote ya no usa palabras suyas, sino de Cristo. Luego es la palabra de Cristo la que hace (conficit) este sacramento… Mira, pues, qué poder (operatorius) tiene la palabra de Cristo… Antes de la consagración no existía el cuerpo de Cristo, pero después de la consagración te digo que ya es cuerpo de Cristo. Él lo dijo y se hizo, Él lo mandó y fue creado (cf. Sal 33,9) .

Podemos hablar, en la visión latina, de un realismo cristológico. “Cristológico” porque toda la atención se dirige aquí a Cristo, visto tanto en su existencia histórica y encarnada, como en la de Resucitado; Cristo es tanto el objeto como el sujeto de la Eucaristía, es decir, aquel que es realizado en la Eucaristía y el que realiza la Eucaristía. “Realismo” porque este Jesús no es visto presente sobre el altar simplemente como un signo o un símbolo, sino en verdad y con su realidad. Dicho realismo cristológico, por poner un ejemplo, es visible en el canto Ave verum que dice: «Salve, verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que realmente has sufrido y fuiste inmolado en la cruz por el hombre, de cuyo costado atravesado manó sangre y agua…»

El concilio de Trento, a continuación, precisó mejor esta forma de concebir la presencia real, utilizando tres adverbios: vere, realiter, substantialiter. Jesús está presente verdaderamente, no sólo en imagen o en figura; está presente realmente, no sólo subjetivamente, para la fe de los creyentes; está presente sustancialmente, es decir, según su realidad profunda que es invisible a los sentidos, y no según su apariencia que sigue siendo la del pan y el vino.

Podía existir, es verdad, el peligro de caer en un «crudo» realismo, o en un realismo exagerado. Pero el remedio a dicho peligro está en la misma tradición. San Agustín clarificó, de una vez por todas, que la presencia de Jesús en la Eucaristía tiene lugar in sacramento. En otras palabras, no es una presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son, precisamente, el pan y el vino. En este caso, sin embargo, el signo no excluye la realidad, sino que la hace presente, en el único modo con el que el Cristo resucitado que «vive en el Espíritu» (1 Pe 3,18) puede hacérsenos presente, mientras vivimos todavía en el cuerpo.

Santo Tomás de Aquino —el otro gran artífice de la espiritualidad eucarística occidental, junto con san Ambrosio y san Agustín— dice lo mismo, al hablar de una presencia de Cristo «según la sustancia» bajo las especies del pan y del vino . Decir, en efecto, que Jesús se hace presente en la Eucaristía con su sustancia, significa que se hace presente con su realidad verdadera y profunda, que sólo puede ser al-canzada mediante la fe. En el himno Adoro te devote, que refleja fielmente el pensamiento del santo Doctor y que ha servido más que muchos libros para plasmar la piedad eucarística latina, se dice: “La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces; sólo queda la fe en tu palabra”: “Visus tactus gustus in te fallitur – sed auditu solo tuto creditur”.

Jesús está presente, pues, en la Eucaristía, de un modo único que no tiene parangón en otro lugar. Ningún adjetivo, por sí solo, es suficiente para describir dicha presencia; ni siquiera el adjetivo «real». Real viene de res (cosa) y significa: a modo de cosa o de objeto; pero Jesús no está presente en la Eucaristía como una «cosa» o un objeto, sino como una persona. Si se quiere dar justamente un nombre a esta presencia, sería mejor llamarla simplemente presencia «eucarística», porque se realiza solamente en la Eucaristía.

La acción del Espíritu Santo: la tradición ortodoxa

La teología latina presenta muchas riquezas, pero no agota —ni podría hacerlo— el misterio. Le ha faltado, al menos en el pasado, el debido relieve al Espíritu Santo, que es también esencial para comprender la Eucaristía. Así pues, nos volvemos hacía Oriente para interrogar a la tradición ortodoxa, con un ánimo, sin embargo, bien distinto al de antaño; no ya inquietos por las diferencias, sino felices por la complementación que ésta proporciona a nuestra visión latina.

En la tradición ortodoxa, en efecto, resalta de manera especial la acción del Espíritu Santo en la celebración eucarística. Esta comparación ha traído sus frutos, después del concilio Vaticano II. Hasta entonces, en el Canon Romano de la Misa, la única mención del Espíritu Santo era la que, por inciso, se hacía en la doxología final: «Por Cristo, con él y en él… en la unidad del Espíritu Santo…» Ahora, en cambio, todos los cánones nuevos recogen una doble invocación del Espíritu Santo: una sobre las ofrendas, antes de la consagración, y otra sobre la Iglesia, después de la consagración.

Las liturgias orientales han atribuido siempre la realización de la presencia real de Cristo sobre el altar a una operación especial del Espíritu Santo. En la anáfora, llamada de Santiago, en uso en la Iglesia antioquena, el Espíritu Santo es invocado con estas palabras:

Envía sobre nosotros y sobre estos santos dones presentados, tu santísimo Espíritu, Señor y dador de vida, que está sentado contigo, Dios y Padre, y con tu único Hijo. Él reina consustancial y coeterno; ha hablado en la ley y en los profetas y en el Nuevo Testamento; descendió, bajo forma de paloma, sobre nuestro Señor Jesucristo en el río Jordán, posándose sobre él; descendió sobre los santos apóstoles el día de Pentecostés, bajo la forma de lenguas de fuego. Envía este Espíritu tuyo, tres veces santo, Señor, sobre nosotros y sobre estos santos dones presentados, para que, por su venida, santa, buena y gloriosa, santifique este pan y lo transforme en el santo cuerpo de Cristo (Amén); santifique este cáliz y lo transfor¬me en la sangre preciosa de Cristo (Amén).

Hay aquí bastante más que un simple añadido de la invocación del Espíritu Santo. Hay una mirada amplia y penetrante en toda la historia de la salvación que ayuda a descubrir una dimensión nueva del misterio eucarístico. Partiendo de las palabras del símbolo niceno-constantinopolitano que definen al Espíritu Santo como «Señor» y «dador de vida», «que habló por los profetas», se amplía la perspectiva hasta trazar una auténtica «historia» de la acción del Espíritu Santo en la salvación.

La Eucaristía lleva a cumplimiento esta serie de intervenciones prodigiosas. El Espíritu Santo, que en Pascua irrumpió en el sepulcro y, «tocando» el cuerpo inanimado de Jesús, lo hizo revivir, en la Eucaristía repite este prodigio. Desciende sobre el pan y sobre el vino, que son elementos muertos y les da la vida, los transforma en el cuerpo y en la sangre vivientes del Redentor. Verdaderamente —como dijo el mismo Jesús hablando de la Eucaristía— «es el Espíritu el que da la vida» (Jn 6,63). Un gran representante de la tradición eucarística oriental, Teodoro de Mopsuestia, escribe:

En virtud de la acción litúrgica, nuestro Señor está como resucitado de entre los muertos y, por la venida del Espíritu Santo, distribuye su gracia sobre todos nosotros… Cuando el sacerdote declara que este pan y este vino son el cuerpo y la sangre de Cristo, afirma que se han transformado por el contacto del Espíritu Santo. Sucede lo mismo que en el cuerpo natural de Cristo cuando recibió el Espíritu Santo y su unción. En ese momento, con la venida del Espíritu Santo, creemos que el pan y el vino reciben una especie de unión de gracia. Y desde entonces los consideramos como el Cuerpo y la Sangre de Cristo, inmortales, incorruptibles, impasibles e inmutables por naturaleza, como el Cuerpo mismo de Cristo en la resurrección .

Sin embargo, es importante tener en cuenta una cosa que nos permite ver cómo incluso la tradición latina tiene algo que ofrecer a los hermanos ortodoxos. El Espíritu Santo no actúa separadamente de Jesús, sino en la palabra de Jesús. De él dice Jesús: «No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga… Él me dará gloria porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16,13-14). Por eso no hay que separar, y mucho menos contraponer, las palabras de Jesús («Esto es mi Cuerpo») de las palabras de la epíclesis («Que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo»).

La llamada a la unidad para los católicos y los hermanos ortodoxos, se eleva desde las profundidades mismas del misterio eucarístico. Aunque el recuerdo de la institución y la invocación del Espíritu sucedan en momentos distintos (el hombre no puede expresar el misterio en un solo instante), su acción, sin embargo, es conjunta. La eficacia proviene, ciertamente, del Espíritu (no del sacerdote, ni de la Iglesia), pero dicha eficacia se ejerce en la palabra de Cristo y a través de ella.

La eficacia que hace presente a Jesús sobre el altar no viene —como he dicho— de la Iglesia, pero —y añado— no tiene lugar sin la Iglesia. Ella es el instrumento vivo a través del cual y junto con el cual obra el Espíritu Santo. En la venida de Jesús sobre el altar sucede lo mismo que en la venida final en gloria: «El Espíritu y la Esposa» (la Iglesia) «dicen» a Jesús: «Ven» (cf. Ap 22,17). Y él viene.

La importancia de la fe: la espiritualidad protestante

La tradición latina ha puesto de relieve «quién» está presente en la Eucaristía: Cristo; la tradición ortodoxa ha resaltado «por quién» se obra su presencia: por el Espíritu Santo; la teología protestante pone de relieve «sobre quién» se obra dicha presencia; en otras palabras, en qué condiciones el sacramento obra, de hecho, en quien lo recibe, lo que significa. Estas condiciones son distintas, pero se resumen en una palabra: la fe.

No nos detengamos en seguida en las consecuencias negativas sacadas, en determinados períodos del principio protestante según el cual los sacramentos no son más que «signos de la fe». Pasemos por encima de la polémica y los malentendidos, y démonos cuenta de que esta enérgica llamada a la fe es saludable precisamente para salvaguardar el sacramento y no hacer que degenere en una de tantas «buenas obras», o en algo que actúa mecánica y mágicamente, casi a espaldas del hombre. En el fondo, se trata de descubrir el profundo significado de esa exclamación que la liturgia hace resonar al final de la consagración y que, en un tiempo —aún nos acordamos de ello—, estaba incluso insertada en el centro de la fórmula de la consagración, como para subrayar que la fe es parte esencial del misterio: Mysterium fidei, «Este es el misterio de nuestra fe».

La fe no «hace», sino que sólo «recibe» el sacramento. Sólo la palabra de Cristo, repetida por la Iglesia y hecha eficaz por el Espíritu Santo, «hace» el sacramento. Pero, ¿de qué serviría un sacramento «hecho», pero no «recibido»? A propósito de la Encarnación, hombres como Orígenes, san Agustín o san Bernardo, dijeron: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido de María una vez en Belén, si no nace también, por la fe, en mi corazón?» Lo mismo se debe decir también de la Eucaristía: ¿de qué me sirve que Cristo esté realmente presente sobre el altar, si no está presente para mí? No existe música alguna allí donde no hay ningún oído que pueda escucharla. Ya durante el tiempo en que Cristo estaba físicamente presente en la tierra, era necesaria la fe; de lo contrario —como él mismo repite tantas veces en el Evangelio— su presencia no servía de nada, o servía más bien como condenación: «¡Ay de ti Corozaín, ay de ti Cafarnaúm»!

La fe es necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea, no sólo «real», sino también «personal», es decir, de persona a persona. En efecto, una cosa es «estar» y otra «estar presente». La presencia supone alguien que está presente y alguien a quien se hace presente; supone comunicación recíproca, el intercambio entre dos sujetos libres que toman conciencia el uno del otro. Es mucho más, pues, que un simple estar en un determinado lugar.

Semejante dimensión subjetiva y existencial de la presencia eucarística no anula la presencia objetiva que precede la fe del hombre, es más, la supone y la valora. Lutero, que tanto ensalzó la función de la fe, es también uno de los que ha sostenido con mayor vigor la doctrina de la presencia real de Cristo en el sacramento del altar. En el famoso coloquio de Marburgo de 1529 el afirmó:

No puedo entender las palabras “Esto es mi cuerpo”, de manera distinta de como suenan. Tendrán que probar los demás que allí donde dice “Esto es mi cuerpo”, no está el cuerpo de Cristo. No quiero escuchar explicaciones basadas en la razón. No admito disputa alguna sobre palabras tan claras; rechazo los argumentos de razón o de sentido común. Demostraciones ma-teriales, argumentos geométricos: rechazo todo esto por completo. Dios está por encima de las matemáticas, y hay que adorar y cumplir con estupor las palabras de Dios .

Esta rápida mirada que hemos dado a las distintas tradiciones cristianas es suficiente para hacernos vislumbrar el inmenso don que se hace presente a la Iglesia cuando las distintas confesiones cristianas deciden poner en común sus bienes espirituales, como hacían los primeros cristianos, de quienes se dice que lo «tenían todo en común» (Hch 2,44). Es éste el mayor agape, a nivel de toda la Iglesia, que el Señor hace que deseemos ver de corazón, para alegría de nuestro Padre común y para el fortalecimiento de su Iglesia.

Sentimiento de presencia

Hemos llegado al final de nuestra breve peregrinación eucarística a través de las diversas confesiones cristianas. Hemos recogido también nosotros algunas cestas de fragmentos que han sobrado de la gran multiplicación de los panes que ha tenido lugar en la Iglesia. Pero no podemos terminar aquí nuestra meditación sobre el misterio de la presencia real. Sería como haber recogido los fragmentos y no comérselos. La fe en la presencia real es algo grande, pero no nos basta; al menos no basta la fe entendida en un cierto modo. No basta tener una idea exacta, profunda, teológicamente perfecta de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Cuántos teó-logos lo saben todo sobre dicho misterio, pero no conocen la presencia real. Porque, en sentido bíblico, uno «conoce» algo sólo si lo experimenta. Conoce verdaderamente el fuego sólo quien, al menos una vez, ha sido alcanzado por una llama y ha tenido que echarse atrás rápidamente para no quemarse.

San Gregorio de Nisa nos dejó una expresión estupenda para indicar este nivel más alto de fe; habla de «un sentimiento de presencia» que se tiene cuando alguien es atrapado por la presencia de Dios y tiene una cierta percepción (no sólo una idea) de que él está presente. No se trata de una percepción natural; es fruto de una gracia que opera como una ruptura de nivel, un salto de cualidad.

Hay una analogía muy importante con lo que ocurría cuando, después de la resurrección, Jesús se dejaba reconocer por alguien. Era algo imprevisto que, de repente, cambiaba por completo el estado de una persona. Pocos días después de la resurrección los apóstoles es¬tán pescando en el lago, y aparece un hombre en la orilla. Se entabla un diálogo a distancia: «¿Tenéis algo de comer?», responden: «¡No!». Pero, de pronto, salta una chispa en el corazón de Juan y lanza un grito: «¡Es el Señor!», y entonces todo cambia y corren hacia la orilla (cf. Jn 21,4ss.). Lo mismo sucede, aunque de modo más sereno, con los discípulos de Emaús; Jesús caminaba con ellos, «pero sus ojos eran incapaces de reconocerlo»; finalmente, en el gesto de partir el pan «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24,13ss.).
Algo parecido tiene lugar el día en que un cristiano, después de haber recibido tantas y tantas veces a Jesús en la Eucaristía, final¬mente, por un don de la gracia, lo «reconoce».

De la fe y del «sentimiento» de la presencia real, debe florecer espontáneamente la reverencia y, más aún, la ternura hacia Jesús sacramentado. Es éste un sentimiento tan delicado y personal que sólo con hablar de él se corre el riesgo de estropearlo. San Francisco de Asís tenía el corazón lleno de tales sentimientos hacia Jesús en la Eucaristía. Se conmueve frente a Jesús en el sacramento, como en Greccio se conmueve frente al Niño de Belén; lo ve tan confiado a los hombres, tan desamparado, tan humilde. En su Carta a toda la Orden escribe palabras de fuego que queremos escuchar ahora como dirigidas a nosotros al final de nuestra meditación sobre la presencia real de Jesús en la Eucaristía:

Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es santo… Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo. ¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero.

©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.SAN AMBROSIO, Sobre los sacramentos IV, 14-16: PL 16,439ss; [trad. esp. Explicación del símbolo. Los sacramentos. Los misterios (Ed. P. Cervera) (Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
2.Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, III, q.75, a.4.
3.TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilías catequéticas XVI, 11s.: Studi e Testi 145,551s [trad. esp. El Padrenuestro, el bautismo y la Eucaristía. Catequesis mistagógicas XI-XVI (Ed. F.J. López Saéz) (Sigueme, Salamanca 2022)].
4.Cf. Actas del Coloquio de Marburgo de 1529, en Obras de Lutero (ed. Weimar) 30,3,110ss.).
5.SAN GREGORIO DE NISA. Sobre el Cantar XI, 5,2: PG 44,1001 (aisthesis parousias).

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