CON ASISTENCIA DEL ESPÍRITU SANTO

Catequesis de los miércoles. Vicios y virtudes. 17. La vida de gracia según el Espíritu

En las últimas semanas hemos reflexionado sobre las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Estas son las cuatro virtudes cardinales. Como hemos subrayado varias veces, estas cuatro virtudes pertenecen a una sabiduría muy antigua, anterior incluso al cristianismo. Ya antes de Cristo se predicaba la honradez como deber cívico, la sabiduría como norma de las acciones, la valentía como ingrediente fundamental de una vida que tiende al bien y la moderación como medida necesaria para no dejarse desbordar por los excesos. Esta antigua herencia, patrimonio de la humanidad, no ha sido sustituida por el cristianismo, sino enfocada, potenciada, purificada e integrada en la fe.

Existe, pues, en el corazón de todo hombre y de toda mujer la capacidad de buscar el bien. El Espíritu Santo se da para que quien lo recibe pueda distinguir claramente el bien del mal, tenga la fuerza de adherirse al bien rehuyendo el mal y, al hacerlo, alcance la plena realización de sí mismo.

Pero en el camino que todos recorremos hacia la plenitud de vida, que pertenece al destino de toda persona -el destino de toda persona es la plenitud, estar lleno de vida-, el cristiano goza de una asistencia especial del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús. Se pone en práctica con el don de otras tres virtudes, netamente cristianas, que a menudo se mencionan juntas en los escritos del Nuevo Testamento. Estas actitudes fundamentales, que caracterizan la vida del cristiano, son tres virtudes que ahora diremos juntas: fe, esperanza y caridad. Digámoslas juntos: [juntos] Fe, esperanza… ¡No oigo nada, más alto! [Fe, esperanza y caridad. ¡Habéis hecho bien! Los escritores cristianos las llamaron pronto virtudes «teologales», en cuanto que se reciben y se viven en relación con Dios, para diferenciarlas de las otras cuatro virtudes llamadas «cardinales», en cuanto que constituyen la «bisagra» de una vida buena. Estas tres se reciben en el Bautismo y proceden del Espíritu Santo. Tanto las teologales como las cardinales, reunidas en muchas reflexiones sistemáticas, han compuesto así un maravilloso septenario, que a menudo se contrapone a la lista de los siete pecados capitales. Así define el Catecismo de la Iglesia Católica la acción de las virtudes teologales: «Fundamentan, animan y caracterizan la acción moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para que actúen como hijos suyos y merezcan la vida eterna. Son la prenda de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano» (n. 1813).

Mientras que el riesgo de las virtudes cardinales es generar hombres y mujeres heroicos en el bien, pero solos, aislados, el gran don de las virtudes teologales es la existencia vivida en el Espíritu Santo. El cristiano nunca está solo. Hace el bien no por un esfuerzo titánico de compromiso personal, sino porque, como humilde discípulo, camina detrás del Maestro Jesús. Sigue el camino. El cristiano posee las virtudes teologales que son el gran antídoto contra la autosuficiencia. ¡Cuántas veces ciertos hombres y mujeres moralmente irreprochables corren el riesgo de volverse engreídos y arrogantes a los ojos de quienes los conocen! Es un peligro del que nos previene bien el Evangelio, donde Jesús recomienda a los discípulos: «También vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer'» (Lc 17,10). El orgullo es un veneno, es un veneno poderoso: basta una gota para echar a perder toda una vida marcada por el bien. Una persona puede haber realizado una montaña de buenas acciones, puede haber cosechado elogios y alabanzas, pero si ha hecho todo esto sólo para sí misma, para exaltarse, ¿puede seguir llamándose a sí misma una persona virtuosa? No.

El bien no es sólo un fin, sino también un camino. La bondad necesita mucha discreción, mucha bondad. Sobre todo, la bondad necesita despojarse de esa presencia a veces demasiado pesada que es nuestro «yo». Cuando nuestro «yo» está en el centro de todo, lo estropea todo. Si cada acción que realizamos en la vida la hacemos sólo para nosotros mismos, ¿es realmente tan importante esta motivación? El pobre «yo» se apodera de todo y así nace el orgullo. Pero si abrimos nuestro corazón al Espíritu Santo -el Maestro interior-, Él reaviva en nosotros las virtudes teologales: entonces, si hemos perdido la confianza, Dios nos reabre a la fe -por el poder del Espíritu-; si estamos desanimados, Dios despierta en nosotros la esperanza; y si nuestro corazón está endurecido, Dios lo ablanda con su amor.

Gracias.

Papa Francisco
24/4/2024

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