Francisco, en la XXVIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada, en la celebración eucarística en ocasión de la Fiesta de la Presentación del Señor, recordó que cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Debemos permanecer despiertos, vigilantes, perseverantes en la espera. Saltar los obstáculos del descuido de la vida interior y el de adaptarse al estilo del mundo
(Vatican News – Patricia Ynestroza)
El Papa Francisco expresó a los consagrados que la espera de Dios también es importante para ellos, en su camino de fe. «Cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Por eso Él mismo nos exhorta a permanecer despiertos, a estar vigilantes, a perseverar en la espera. Lo peor que nos puede ocurrir, en efecto, es caer en el “sueño del espíritu”: dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma, almacenar la esperanza en los rincones oscuros de la decepción y la resignación».
Por eso, alertó el Papa que lo que hay que evitar es caer en el “sueño del espíritu”: dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma, almacenar la esperanza en los rincones oscuros de la decepción y la resignación.
Esperar a Dios como lo hicieron Siméon y Ana
En el día en que la Iglesia celebra la Fiesta de la Presentación del Señor, y la XXVIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada, Francisco en su homilía, retomando el Evangelio de hoy, dijo que a cada uno «nos hace bien mirar a estos dos ancianos pacientes en la espera, vigilantes en el espíritu y perseverantes en la oración. Sus corazones permanecen velando, como una antorcha siempre encendida. Son de edad avanzada, pero tienen la juventud del corazón; no se dejan consumir por los días que pasan porque sus ojos permanecen fijos en Dios, en la espera». A lo largo del camino de la vida, dijo, experimentaron dificultades y decepciones, pero no se rindieron al derrotismo: no “jubilaron” la esperanza.
«Y así, contemplando al Niño, reconocieron que se había cumplido el tiempo, la profecía se había hecho realidad, había llegado Aquel a quien buscaban y por quien suspiraban, el Mesías de las naciones. Habiendo mantenido despierta la espera del Señor, se hicieron capaces de acogerlo en la novedad de su venida».
Y nosotros, ¿Somos todavía capaces de vivir la espera?
Seguidamente, Francisco nos cuestionó a cada uno de nosotros, no sólo a sus hermanos consagrados «¿somos todavía capaces de vivir la espera? ¿No estamos a veces demasiado atrapados en nosotros mismos, en las cosas y en los ritmos intensos de cada día, hasta el punto de olvidarnos de Dios que siempre viene? ¿No estamos demasiado embelesados por nuestras buenas obras, corriendo incluso el riesgo de convertir la vida religiosa y cristiana en las “muchascosas que hacer” y de descuidar la búsqueda cotidiana del Señor? ¿No corremos a veces el peligro de programar nuestra vida personal y comunitaria sobre el cálculo de las posibilidades de éxito, en lugar de cultivar con alegría y humildad la pequeña semilla que se nos confía, con la paciencia de quien siembra sin esperar nada, y de quien sabe esperar los tiempos y las sorpresas de Dios? A veces —hay que reconocerlo— hemos perdido esta capacidad de esperar. Esto se debe a diversos obstáculos, y de entre ellos quisiera destacar dos».
El descuido de la vida interior
El primer obstáculo es descuidar la vida interior, dijo, dejar prevalecer el cansancio sobre el asombro, dejar que la costumbre sustituya al entusiasmo, perder, nos dijo, la perseverancia en el camino espiritual, dejarnos amargar y resentirnos por las experiencias negativas, los conflictos o los frutos, que parecen retrasarse
«No es bueno masticar amargura, porque en una familia religiosa -—como en cualquier comunidad y familia— las personas amargadas y con “cara sombría” hacen pesado el ambiente. Es necesario entonces recuperar la gracia perdida, es decir, volver, mediante una intensa vida interior, al espíritu de humildad gozosa y de gratitud silenciosa. Y esto se alimenta con la adoración, con el empeñode las rodillas y del corazón, con la oración concreta que combate e intercede, que es capaz de avivar el deseo de Dios, el amor de antaño, el asombro del primer día, el sabor de la espera».
Adaptarse al estilo mundano
El segundo obstáculo es la adaptación al estilo del mundo, que acaba ocupando el lugar del Evangelio. Y el nuestro, les dijo, es un mundo que a menudo corre a gran velocidad, que exalta el “todo y ahora”, que se consume en el activismo y en el buscar exorcizar los miedos y las ansiedades de la vida en los templos paganos del consumismo o en la búsqueda de diversión a toda costa.
Si se quiere todo y ahora, se destierra y se pierde el silencio, la espera no es fácil, porque requiere una actitud de sana pasividad, la valentía de bajar el ritmo, de no dejarnos abrumar por las actividades, afirmó el Santo Padre, de dejar espacio en nuestro interior a la acción de Dios, como enseña la mística cristiana.
Y aconsejó que cada día se cuiden de que el espíritu del mundo no entre en nuestras comunidades religiosas, en la vida de la Iglesia y en el camino de cada uno de nosotros, pues de lo contrario no daremos fruto.
«La vida cristiana y la misión apostólica necesitan de la espera, madurada en la oración y en la fidelidad cotidiana, para liberarnos del mito de la eficiencia, de la obsesión por la productividad y, sobre todo, de la pretensión de encerrar a Dios en nuestras categorías, porque Él viene siempre de manera imprevisible, en tiempos que no son los nuestros y de formas que no son las que esperamos».
Acoger al Dios de la novedad
Por último Francisco aconsejó que como Simeón, también nosotros carguemos en brazos al Niño, al Dios de la novedad y de las sorpresas. Cuando acogemos al Señor, el pasado se abre al futuro, lo viejo en nosotros se abre a lo nuevo que Él hace nacer.
«No es fácil —lo sabemos— porque, en la vida religiosa como en la vida de todo cristiano, es difícil oponerse a la “fuerza de lo viejo”: «porque no es fácil que lo viejo que hay en nosotros acoja a lo nuevo […]. La novedad de Dios se presenta como un niño y nosotros —con todos nuestros hábitos, miedos, temores, envidias, preocupaciones— nos hallamos frente a este niño. ¿Le abrazaremos, le acogeremos, le haremos espacio? ¿Entrará esta novedad de veras en nuestra vida, o más bien intentaremos casar lo viejo y lo nuevo, tratando que la presencia de la novedad de Dios nos moleste lo menos posible?». (C.M. Martini, Meditaciones sobre la oración, Madrid 2011, 32)».
Pidió que estas preguntas hechas en su homilía, nos interpelen a cada uno, a nuestras comunidades, a la Iglesia. Dejémonos mover por el Espíritu, como Simeón y Ana, dijo. Si como ellos sabremos vivir la espera en el cuidado de la vida interior y en coherencia con el estilo del Evangelio, entonces abrazaremos a Jesús, luz y esperanza de la vida.