Me gustaría inspirarme en el símbolo por excelencia de estas tierras, la hoja del arce, que desde los escudos de Quebec se extendió rápidamente hasta convertirse en el emblema destacado en la bandera del país.
Aunque esto haya sucedido en tiempos bastante recientes, los arces custodian el recuerdo de muchas generaciones pasadas, mucho antes de que los colonos llegaran a suelo canadiense. Los pueblos nativos extraían de ellos savia con la que elaboraban nutritivos jarabes. Esto nos lleva a pensar en su laboriosidad, siempre atentos a salvaguardar la tierra y el medio ambiente, fieles a una visión armoniosa de la creación, que es un libro abierto que enseña al hombre a amar al Creador y a vivir en simbiosis con los demás seres vivos. Hay mucho que aprender de esto, de la capacidad de escuchar a Dios, a las personas y a la naturaleza. Lo necesitamos especialmente en el torbellino frenético del mundo actual, caracterizado por una constante “rapidación”, que dificulta un desarrollo verdaderamente humano, sostenible e integral (cf. Carta enc. Laudato si’, 18), terminando por generar una “sociedad del cansancio y de la desilusión”, que lucha por descubrir de nuevo el gusto por la contemplación, el sabor genuino de las relaciones, la mística de la totalidad. ¡Cuánta necesidad tenemos de escucharnos, dialogar, para alejarnos del individualismo imperante, de los juicios apresurados, de la agresividad desenfrenada, de la tentación de dividir el mundo en buenos y malos! Las grandes hojas de arce, que absorben el aire contaminado y restituyen oxígeno, nos invitan a maravillarnos con la belleza de la creación y a dejarnos atraer por los sanos valores presentes en las culturas indígenas: son una inspiración para todos nosotros y nos pueden ayudar a sanar los dañinos hábitos de explotar. Explotar la creación, las relaciones, el tiempo, y orientar la actividad humana únicamente en función de la utilidad y del beneficio.
Miércoles 27 de julio: