«NACIDO DE UNA MUJER»

Revista Amigo del Hogar: Nacido de Mujer

P. Raniero Cantalamessa
Predicador de la Casa Pontificia

«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer». Sobre el significado y la importancia de estas dos últimas palabras —«nacido de una mujer»— queremos reflexionar en esta última meditación, también por su conexión con la solemnidad de la Navidad que nos disponemos a celebrar.

En la Biblia, la expresión «nacido de mujer» indica la pertenencia a la condición humana hecha de debilidad y mortalidad . Basta con tratar de eliminar estas tres palabras del texto para darse cuenta de su importancia. ¿Qué sería de Cristo sin ellas? Una aparición celestial, desencarnada. El ángel Gabriel también fue «enviado» por Dios, pero para regresar luego al cielo tal como había descendido de él. La mujer, María, es la que «ancló» para siempre al Hijo de Dios a la humanidad y a la historia.

Así leyeron las palabras de Pablo los Padres de la Iglesia que tuvieron que luchar contra la herejía gnóstica y doceta. Destacan con razón el paralelismo entre la expresión «nacido de mujer» y la que el mismo Pablo usa en Romanos 1,3: «de la semilla de David según la carne» . Ignacio de Antioquía tiene una expresión de vértigo: dice que Jesús «nació de María y de Dios» , casi como cuando nosotros decimos de alguien que es hijo de tal y de la tal. De hecho, en todo el universo, María es la única que puede dirigirse a Jesús con las mismas palabras del Padre celestial: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado».

El Apóstol —señala Tertuliano— no dice «factum per mulierem», sino «factum ex muliere», es decir, nacido de mujer, no a través de la mujer. La razón es que, mientras tanto, la herejía doceta había evolucionado y había tomado una apariencia menos radical. Sostenía que Jesús tenía ciertamente una carne, pero de origen celestial, no terrenal, pasada a través de María como a través de un canal, teniendo en ella un camino, no una madre . San León Magno colocará la expresión paulina «nacido de mujer» en el corazón del dogma cristológico, escribiendo en el Tomo a Flaviano que Cristo es «hombre por el hecho de que “nació de una mujer y nació bajo la ley”… El nacimiento en la carne es una prueba clara de su naturaleza humana» .

También a propósito de la expresión paulina «nacido de la mujer» vemos que se realiza el gran principio exegético formulado por san Gregorio Magno, es decir, que «la Escritura crece en la medida en que es leída» . Ya san Ireneo lee Gálatas 4,2, «nacido de mujer», a la luz de Génesis 3,15: «Pondré enemistad entre ti y la mujer» . ¡María aparece como la mujer que recapitula a Eva, la madre de todos los vivientes! No se trata de una aparición marginal que entra en escena para luego desaparecer en la nada. Es el punto de llegada de una tradición bíblica que cruza toda la Biblia de un extremo a otro. Comienza con la mujer «hija de Sión» que es la personificación de todo el pueblo de Israel y termina con la mujer «vestida de sol con la luna bajo sus pies» del Apocalipsis (Apoc 12,1) que representa a la Iglesia.
«Mujer» es el término con el que Jesús se dirige a su madre en Caná y bajo la cruz. Es difícil, por no decir imposible, no ver un vínculo, en el pensamiento de Juan, entre las dos mujeres: la mujer simbólica que es la Iglesia y la mujer real que es María. Dicho vínculo es recibido en la Lumen gentium del Vaticano II que, precisamente por esto, trata de María dentro de la constitución sobre la Iglesia.

Cristo debe nacer de la Iglesia

Desde hace algún tiempo, se habla mucho de la dignidad de la mujer. San Juan Pablo II escribió una Carta Apostólica sobre este tema, la Mulieris dignitatem. Por mucha dignidad que las criaturas humanas podamos atribuir a la mujer, siempre permaneceremos infinitamente por debajo de lo que Dios hizo al elegir a una de ellas para ser la madre de su Hijo hecho hombre, « aunque tuviéramos tantas lenguas como hojas de hierba hay» .

Mucho se ha hecho en los últimos tiempos para aumentar la presencia de las mujeres en las esferas de toma de decisiones de la Iglesia y tal vez quede mucho por hacer. Pero no es eso de lo que deberíamos tratar aquí. En cambio, debemos ocuparnos de otra área, en la que la distinción entre hombre y mujer no tiene importancia, porque la mujer de la que estamos hablando representa a toda la Iglesia, es decir, hombres y mujeres por igual.

En resumen, es esto: Jesús, que una vez nació física y corporalmente de María, ahora debe nacer espiritualmente de la Iglesia y de cada creyente. Una tradición exegética que, en su núcleo inicial se remonta a Orígenes, ha cristalizado en la fórmula: «Maria, vel Ecclesia, vel anima»: María, es decir, la Iglesia, es decir, el alma. Escuchemos cómo un autor medieval, Isaac de Stella, formula esta doctrina:

En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se dice universalmente de la Virgen Madre Iglesia se entiende de una manera singular de la Virgen Madre María; y lo que se dice de manera especial sobre María se entiende en un sentido general de la Iglesia Virgen Madre. Finalmente, cada alma fiel, esposa del Verbo de Dios, madre, hija y hermana de Cristo, también es considerada a su manera virgen y fecunda. La misma Sabiduría de Dios que es el Verbo del Padre aplica, pues, universalmente a la Iglesia lo que se dice especialmente de María, e individualmente también de cada alma creyente .

Comencemos por la aplicación eclesial. Si en el «sentido más pleno» (el llamado sensus plenior), la mujer en las Escrituras indica la Iglesia, ¡entonces la afirmación de que Jesús nació de una mujer implica que debe nacer de la Iglesia hoy!

Hay un icono muy difundido entre los cristianos ortodoxos que se llama la Panhagia, es decir, la Toda Santa. En ella vemos a María de pie, en plena estatura. Sobre su pecho, como si estallara desde dentro, sobresale el niño Jesús que tiene la majestad de un adulto. La mirada del devoto es atraída por el niño, incluso antes que por la madre. De hecho, ella está con los brazos levantados, casi invitando a mirarlo y a hacerle espacio. Así debería ser la Iglesia. Quien lo mira no debería detenerse en ella, sino ver a Jesús. Es la lucha contra la autorreferencialidad de la Iglesia, en la que los dos últimos Sumos Pontífices, Benedicto XVI y el Papa Francisco, han insistido a menudo.

Hay un relato del escritor Franz Kafka que es un símbolo religioso potente en este sentido. Se titula «Un mensaje imperial». Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama a un súbdito a su lado y le susurra un mensaje al oído. Ese mensaje es tan importante que hace que se lo repita, a su vez, en el oído. Luego despide con una indicación al mensajero que emprende el camino. Pero escuchemos directamente del autor la continuación del relato, caracterizada por el tono onírico y casi de pesadilla, típico de este escritor:

Avanzando ahora un brazo y después el otro, el mensajero se abre camino a través de la multitud y avanza ligero como nadie. Pero la multitud es inmensa, sus viviendas exterminadas. ¡Cómo volaría si tuviera luz verde! En cambio, se cansa en vano; todavía continúa luchando a través de las estancias del palacio interior, de las que nunca saldrá. E incluso si esto tuviera éxito, no significaría nada: tendría que luchar para bajar las escaleras. E incluso si esto tuviera éxito, no habría hecho nada todavía: tendría que cruzar los patios; y después de los patios, el segundo círculo de palacios. Si fuera capaz de salir corriendo, finalmente, por la última puerta, pero esto nunca, nunca puede suceder, aquí ante él está la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se apilan montañas de sus escombros. Allí en medio, nadie logra avanzar, ni siquiera con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, siéntate en tu ventana y sueña con ese mensaje, cuando llegue la noche .

Al leer este relato, uno no puede dejar de pensar en Cristo que, antes de abandonar este mundo, confió a la Iglesia el mensaje: «Id por todo el mundo, predicad la buena nueva a toda criatura» (Mc 16,15). Y uno no puede dejar de pensar en los muchos hombres que están en la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo.

Debemos hacer todo lo posible para que la Iglesia nunca se convierta en ese castillo complicado y desordenado descrito por Kafka, y que el mensaje pueda salir de ella libre y alegre como cuando comenzó su carrera. Sabemos cuáles son los «muros de división» que pueden retener al mensajero. Son, ante todo, los muros que separan a las diversas Iglesias cristianas entre sí, luego el exceso de burocracia, los restos de ceremoniales ahora sin sentido: perifollos, leyes y controversias pasadas, que ahora se han convertido solo en escombros.

Sucede como con ciertos edificios antiguos. A lo largo de los siglos, para adaptarse a las exigencias del momento, se han ido llenando de tabiques, escaleras, habitaciones, habitaciones pequeñas y trasteros. Llega el momento en que nos damos cuenta de que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, más aún, son un obstáculo; y entonces debemos tener el coraje de demolerlos y devolver al edificio la simplicidad y linealidad de sus orígenes, en vista de su renovado uso.

Cité este relato y su aplicación a la Iglesia en el discurso que pronuncié en San Pedro el Viernes Santo de 2013, en el primer año de Pontificado del actual Sumo Pontífice. Si me he permitido repetir aquí estos pensamientos, es para dar gracias a Dios por los pasos que la Iglesia ha dado mientras tanto para salir de sí misma e «ir a las periferias existenciales del mundo», llevando el mensaje de Cristo.

Cristo debe nacer del alma

Nos queda reflexionar ahora sobre lo que nos concierne a todos sin distinción y más de cerca: el nacimiento de Cristo del alma creyente. «Cristo —escribe san Máximo el Confesor— nace siempre místicamente en el alma, tomando carne de los que están salvados y haciendo del alma que le genera una madre virgen» .

Cómo se convierte uno en madre de Cristo, nos lo explica Jesús en el Evangelio: escuchando, dice, la Palabra y poniéndola en práctica (Cf. Lc 8,21). Es importante notar que hay dos operaciones a realizar. María también se convirtió en la madre de Cristo a través de dos momentos: primero concibiéndolo, luego dándolo a luz.

Hay dos maternidades incompletas o dos tipos de interrupción de maternidad. Uno es la antigua y conocida del aborto. Sucede cuando se concibe una vida pero no se da a luz, porque, mientras tanto, ya sea por causas naturales o por el pecado de los hombres, el feto está muerto. Hasta hace poco, este era el único caso conocido de maternidad incompleta. Hoy se conoce otra que consiste, por el contrario, en dar a luz a un niño sin haberlo concebido. Este es el caso de hijos concebidos en un tubo de ensayo e introducidos en el útero de una mujer, o en el caso del útero prestado para albergar, tal vez mediante un pago, vidas humanas concebidas en otro lugar. En este caso, lo que la mujer da a luz no viene de ella, no se concibe «primero en el corazón y luego en el cuerpo», como dice Agustín de María .

Por desagracia también en el nivel espiritual existen estas dos tristes posibilidades. Concibe a Jesús sin darlo a luz el que acoge la Palabra, sin ponerla en práctica; quien continúa haciendo un aborto espiritual tras otro, formulando propósitos de conversión que luego son sistemáticamente olvidados y abandonados a mitad de camino. Son, dice Santiago, los que se miran rápidamente en el espejo y luego se van olvidando de cómo eran (cf. Sant 1,23-24).

Por el contrario, da a luz a Cristo sin haberlo concebido aquel que hace muchas obras, incluso buenas, pero que no provienen del corazón, del amor a Dios y de recta intención, sino de la costumbre, de la hipocresía, de la búsqueda de la propia gloria y del propio interés, o simplemente de la satisfacción que da el hacer. Nuestras obras son «buenas» sólo si vienen del corazón, si son concebidas por amor de Dios y en la fe. En otras palabras, si la intención que nos guía es recta, o al menos nos esforzamos por rectificarla.

San Francisco de Asís tiene una palabra que resume bien lo que me urge destacar:

Somos madres de Cristo —dice— cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por medio del amor divino y de la conciencia pura y sincera; lo generamos a través de las obras santas, que deben brillar a los demás en el ejemplo .

Nosotros, quiere decir, concebimos a Cristo cuando lo amamos con sinceridad de corazón y con rectitud de conciencia, y lo damos a luz cuando realizamos obras santas que lo manifiestan al mundo y dan gloria al Padre que está en los cielos. (cf. Mt 5,16). San Buenaventura desarrolló este pensamiento de su Seráfico Padre en un folleto titulado «Las cinco fiestas del Niño Jesús» . Tales fiestas son para él: la concepción, el nacimiento, la circuncisión, la Epifanía y la Presentación en el templo. El Santo explica cómo celebrar espiritualmente cada una de estas fiestas en la propia vida. Me limito a lo que dice sobre las dos primeras fiestas: la concepción y el nacimiento.

Para san Buenaventura, el alma concibe a Jesús cuando, insatisfecha con la vida que lleva, estimulada por inspiraciones santas y encendida con santo ardor, finalmente se separa resueltamente de sus viejos hábitos y defectos, es como si fuera espiritualmente fecundada por la gracia del Espíritu Santo y concibe el propósito de una nueva vida. ¡La concepción de Cristo ha tenido lugar!

Una vez concebido, el bendito Hijo de Dios nace en el corazón, cuando, después de haber hecho un sano discernimiento, pedido el consejo apropiado e invocado la ayuda de Dios, el alma inmediatamente pone en obra su santo propósito, comenzando a darse cuenta de lo que había estado madurando durante algún tiempo, pero que siempre había pospuesto por temor a no ser capaz de ello.

Pero es necesario insistir en una cosa: este propósito de nueva vida debe traducirse, sin demora, en algo concreto, en un cambio, a ser posible incluso externo y visible, en nuestra vida y en nuestros hábitos. Si el propósito no se pone en acción, Jesús es concebido, pero no nace. Es uno de los muchos abortos espirituales. ¡Nunca se celebrará «la segunda fiesta» del Niño Jesús, que es la Navidad! Es uno de los muchos aplazamientos, de los cuales quizá nuestra vida ha sido salpicada.

Un pequeño cambio para empezar podría ser hacer silencio a nuestro alrededor y dentro de nosotros. “Qué lindo sería – dijo el Santo Padre en la última audiencia general – si cada uno de nosotros, siguiendo el ejemplo de San José, pudiéramos recuperar esta dimensión contemplativa de la vida abierta por el silencio”. Una antigua antífona de la época navideña decía que la Palabra de Dios descendió del cielo dum medium silentium tenerent omnia: “mientras todo alrededor era silencio”.

En primer lugar, tratemos de silenciar el ruido que hay dentro de nosotros, los procesos que siempre están ocurriendo en nuestra mente, sobre personas y hechos, de los que inevitablemente salimos como ganadores. Transformémonos a veces de acusadores en defensores de los hermanos, pensando en cuántas cosas nos pueden culpar los demás. En los juicios canónicos – al menos en el pasado – después de la acusación, el juez pronunciaba la fórmula: “Audiatur et altera pars”: Ahora se escuche la parte contraria. Cuando nos damos cuenta de que estamos juzgando a alguien, aprendemos a repetirnos perentoriamente esa fórmula: ¡Audiatur et altera pars! ¡Intenta ponerte en el lugar del hermano!

Volvamos con nuestros pensamientos a María. Tolstoi hace una observación sobre la embarazada que puede ayudarnos a comprender e imitar a la Virgen en este final de Adviento. La mirada de la mujer embarazada, dice, tiene una extraña dulzura y se vuelve más dentro que fuera de ella, porque dentro de ella está la realidad más hermosa del mundo. Así que fue la mirada de María quien llevaba en su vientre al creador del universo. Imitémosla labrando para nosotros momentos de verdadero recogimiento para dar acoger a Jesús en nuestro corazón. La mejor respuesta al intento de la cultura secularizada de borrar la Navidad de la sociedad es internalizarla y devolverla a su esencia.

Se va a concluir el año en que se ha celebrado el séptimo centenario de la muerte de Dante Alighieri. Terminemos haciendo nuestra la maravillosa oración a la Virgen del último canto de su Paraíso. Dante también, como Pablo y Juan, simplemente llama a María «la Mujer»:

«¡Oh Virgen Madre, oh Hija de tu Hijo,
alta y humilde más que otra criatura,
término fijo de Eterno Decreto,

Tú eres quien hizo a la humana natura
tan noble, que su autor no desdeñara
convertirse a sí mismo en su creación.

Dentro del viento tuyo ardió el amor,
cuyo calor en esta paz eterna
hizo que germinaran estas flores.

Aquí nos eres rostro meridiano
de caridad, y abajo, a los mortales,
de la esperanza eres fuente vivaz.

Mujer, eres tan grande y vales tanto,
que quien desea gracia y no te ruega
quiere su desear volar sin alas.

Mas tu benignidad no sólo ayuda
a quien lo pide, y muchas ocasiones
se adelanta al pedirlo generosa.

En ti misericordia, en ti bondad,
en ti magnificencia, en ti se encuentra
todo cuanto hay de bueno en las criaturas».

Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.Cf Job 14.1; 15,14; 25.4.
2.IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trallianos 9,1; Esmirnos 1, IRENEO DE LYON, Adv. Haer. III, 16,3.
3.IGNACIO DE ANTIOQUÍA,, Efesios, 7,1
4.Cf. TERTULIANO, De carne Christi, 20.
5.LEÓN MAGNO, Carta 28 a Flaviano, 4.
6.GREGORIO MAGNO, Comentario moral sobre Job, XX, 1.
7.IRENEO, Adv. Haer., IV,40,3.
8.LUTERO, Comentario al Magnificat (ed. Weimar 7, p. 572 s).
9.ISAAC DE STELLA, Discursos 51: PL 194, 1863s.
10.F. KAFKA, Un messaggio imperiale, en Racconti (Milán 1972) 146s.
11.SAN MÁXIMO CONFESOR, Comentario sobre el Padre Nuestro: PG. 90,889.
12.SAN AGUSTÍN, Sermones, 215.4: PL 38,1074.
13. SAN FRANCISCO DE ASÍS, Carta a todos los fieles, 1.
.14.SAN BUENAVENTURA, De quinque festivitatibus Pueri Jesu (ed. Quaracchi 1949) 207 s.

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