El dolor de María
No hay dolor más grande que el de una madre que ha perdido a su hijo. Imaginemos el dolor de María: sabía lo que tenía que pasar y aprendió a aceptarlo toda su vida, desde aquel primer sí de la Anunciación. Vio cómo todo se desarrollaba ante sus ojos con el conocimiento seguro de la fe de que su hijo es Dios, pero lo vio sufrir como cualquier otro hombre, sometido a atroces torturas y humillaciones y condenado a la pena capital. La Virgen reconoce ese dolor que Simeón le había predicho:
“Una espada te atravesará el alma”
Citando a Pablo en la Carta a los Romanos (4,18), a propósito de Abraham, el padre Toniolo escribe que María «creyó contra toda evidencia, esperó contra toda esperanza».
El sí de María
Bajo la cruz, María vuelve a pronunciar – en el silencio de su corazón – su sí incondicional. El dolor de María no es desesperado, pero sin embargo es desgarrador, porque es el dolor más puro de una madre. Pasa el sábado, ese día interminable en el que espera que todo se cumpla. Esta fuerza en la fe, esta esperanza segura, ciertamente no podía calmar su dolor. Tuvo que presenciar la agonía de su Hijo y su muerte. Lo acunó en sus brazos por última vez antes de dejar que se lo llevaran para enterrarlo. Tuvo que aceptar la separación y el vacío que cayó sobre ella. Es imposible comprender cuántos pensamientos «guardaba en su corazón» en medio del ruido de los lamentos de las piadosas mujeres y de los Apóstoles perdidos.